La
primavera es insalubre para las aves nocturnas. Sólo la primavera, sin horas
sumadas, parece una subida de metanfetamina con su posterior bajada a los
infiernos de la insolación impuesta. Con fuertes efectos secundarios para noctámbulos, la primavera es exceso de estimulación para quienes militan en las
filas de la sensibilidad. Cualquier primera página de la Red arroja una modelo
larguísima que dice que en esta primavera se llevan los colores flúor. Una infección
de colores sin protector de pantalla. Más colores no, por favor.
La primavera es una pandemia de adolescencia que acentúa la traición de las hormonas. Produce un explosivo cóctel de oligofrenia, con alucinaciones de amapolas recién exprimidas. Primavera y hormonas que convierten a las almas prácticas en niños terminales. Adolescencia generalizada que produce pústulas en la piel y necrosis en la ingenuidad. La gente regresada a aquella edad exuda un deseo sexual inédito que parece secreto. Sin embargo, es tan público, impúdico y evidente que parecen coches alegres arrojando panfletos en plena Transición. Es la primavera de cada vida. Una dolorosa estación en que hay que parir a todas las flores y hay que editar todas las hojas a pesar del orgullo de los árboles.
En
la radio continúan hiriendo las noticias de riadas de hombres negros encaramados
en la alambrada de Occidente. Deben conocer tantas especies de miserias como
especies de insectos cuentan los entomólogos. A la primavera la pasan de
vueltas sumándole una hora de Sol. Más cocaína de luz para cada día. Sobredosis
de estímulos mientras los noctámbulos inventan el número exponencial de las
sombras. Primavera aberrante, sangrante, reluciente, deslumbrante.
Huele
a vela recién quemada y piel recién descubierta. La primavera vuelve del revés
el sentido común si alguna vez estuvo recto. Demasiadas horas de día. El caos
instala su orden en las semanas de primavera. Nadie está exento de sus efectos:
el hambre a deshora, el sueño a deshora, las ideas, los amores y cien besos a
deshora.