Era verano pero tenía los pies helados. Acababa de salir de la cámara frigorífica donde guardaba los cuerpos despedazados de los ciervos. Siempre tenía sangre de animal en las uñas y aunque se lavaba con frecuencia era muy difícil que el matarife se desprendiera del olor de las bolsas de almizcle que extraía a los animales. Pagaban bien por ello y en aquel lugar solo él manejaba los cuchillos y la sierra de cortar huesos con delicada destreza. En la puerta de entrada había unos baldosines típicos donde el matarife mandó inscribir: “Corte limpio y poca sangre” Y es que el matarife era muy limpio. Su pulcritud alcanzaba a los enormes cubos donde vaciaba los corazones y otras vísceras.
Ese día tenía prisa porque salía en dos horas el tren para asistir a una importante procesión. El matarife era cofrade de una antiquísima Hermandad de Semana Santa que requería el otorgamiento de una escritura pública para ser socio y cofrade. Vestía una túnica morada de terciopelo grueso que le provocaba sudor de cierva y todo el orgullo del mundo colgaba de su pesado escapulario dorado. El olor del almizcle del matarife inundaba las tallas de los Cristos allá donde iba y por eso el público sentía una irrefrenable pasión que les hacía gritar impudicias a la imagen de la Virgen.
El hijo del cofrade había estudiado Lenguas Muertas, no encontraba trabajo, le daban miedo los cuchillos y se arropó con heroína. Esa noche el hijo del matarife apareció muerto entre los ciervos muertos del frigorífico. “Corte limpio y poca sangre”, dijo su padre cuando recibió la noticia. Esa noche su vela recitó letanías en Latín. Y con su enorme hachón de cera desfiló en la procesión. Dicen que se emocionó al oír una saeta.