jueves, 14 de enero de 2016

Berlioz fue el único culpable

Los peces tenían la voz grave y rota de los hombres buenos

En la isla decían que el pescador quedó enajenado por la calma irritante del mar. Hacía cinco años que no había tormentas, ni mareas, ni nubes negras. El viento no movía el agua y por eso el mar se había vuelto espeso. Nadie salía a faenar desde que el pescador regresó una tarde diciendo que había escuchado a los peces.

Hubo peces que hablaron con el pescador y que le contaron con susurros unos secretos de seda y algas. Al parecer, y según contaban, en el fondo del mar habían empezado a crecer unas rosas que olían a la Sinfonía Fantástica de Berlioz.

La corriente cálida de los secretos dulces se había extendido y los peces, uno a uno y a solas, fueron a comer rosas sin que los otros peces lo supieran.

A medida que los peces bajaban a la oscuridad su voz se volvía grave. Esa voz densa del primer hombre que habló y de cuya sacudida jamás se recuperó ni el océano ni el aire más cercano.

Cuando los peces se aproximaban a las rosas oían el olor de la primera placenta y se desmayaban. Y entonces caían despacio, despacio, despacio en la densidad del agua oscura. Cuando les retornaba la mirada sentían pétalos en la boca.


Después, ascendían al agua soleada sintiéndose bautizados. Antes de subir a sus aguas, cada pez recogía los zapatos de su madre para dejarlos en las rocas. Por esta razón –contaba el pescador- se prohibió practicar capturas en las rocas de la isla durante los diez años siguientes. 

Según la versión oficial, fueron las autoridades competentes quienes decretaron la prohibición de la pesca debido a la toxicidad causada por los vapores del agua en suspensión, así como también porque el ph del agua provocaba que la ingesta de peces causara efectos alucinógenos en la población flotante. 

De todo lo cual dio fe el notario público levantando acta con tinta rebelde que tardó cien segundos en dibujar los zapatos de Fred Astaire en el documento.