martes, 9 de junio de 2015

La casa de la soledad



Sólo había una ventana por donde se veía el mar. El pueblo quedaba a la espalda de la casa y ninguno de sus moradores había tenido nunca la curiosidad de bajar al pueblo a conocer a sus gentes.

La soledad reinaba en la casa de tal forma que, aunque fueran muchas las personas que allí vivían, todas ellas se sentían solas y deseaban que este sentimiento durara toda la vida.

Tenían muy pocas pertenencias. Apenas un manto y un cuenco. Las mujeres guardaban en sus cuencos los recuerdos. Allí los ponían a secar como flores recién cortadas. Y cuando los pétalos estaban lo suficientemente secos y olvidados, los echaban al mar como si el mar fuera una inmensa memoria, un insondable panteón para los recuerdos que flotaban como papel entre las olas.

El manto envolvía las vanidades de cada una de ellas. Y cuando paseaban parecían lirios blancos. La soledad envuelta en compañía por una tarde. Muchas soledades sumadas y restadas a sus propias personas que nunca dejaron de ser solas y unidas a sí mismas.

Un día llegó a la casa el sentimiento del abandono vestido con botones de oro. Un niño con zapatos de almirante. Un niño con la cara muerta de necesidad. Un indigente del cariño. El abandono abandonado en la nieve.

Las mujeres no tenían nada salvo a sí mismas. Por eso no entendían que alguien necesitara algo más.

El niño había aprendido en una feria lejana a ser ilusionista y prestidigitador. Y entretuvo a cada mujer con ingeniosos trucos de magia. A una mujer le regaló un velo rojo que no acababa nunca. Lo sacó de entre las piernas de la mujer entonando la canción más antigua. El velo era la extensión justa de su sangre y le serviría para ser inmortal. La mujer puso el velo en su cuenco y lo dejó secar.

Otra tarde entregó a otra mujer la brújula mágica que conseguiría guiarla hasta su primer recuerdo. Ella ya sabía que su primer recuerdo era el de una gran campana que cantaba cerca de su estanque templado. Ella sabía que su primer recuerdo era el sonido del corazón de su madre ordenándole vivir mientras ella flotaba en un oscuro universo placentario. Sin embargo, y pese a que este recuerdo la llenaba de felicidad, puso la brújula en su cuenco y la dejó secar.

Finalmente, una noche entregó a una tercera mujer el perfume más sofisticado que había en la tierra. El niño se hirió las manos y dejó caer su sangre en las manos de la mujer, justo durante el tiempo que duraba una letanía honda cantada por hombres con deseo. Con este ancestral juego de magia el niño consiguió que de entre las manos de la mujer naciera un manantial azul que olía a las manos de su padre cuando le acariciaba el pelo. Este recuerdo la hacía infinitamente feliz. Pero aún así, una noche dejó el perfume en su cuenco y lo dejó secar.

El niño continuaba sintiendo el desamparo como si su cama estuviera colgada en el techo de un inmenso salón y las velas zarandearan sus llamas según el siniestro vaivén de su cama. Y lloró tanto que ni el velo, ni la brújula ni el perfume se secaron después de cien días.

Un día una mujer sintió que la soledad empezaba a dolerle. No había conseguido olvidar sus recuerdos y estos le produjeron llagas y pústulas por todo el cuerpo. Llevada por la ira, arrancó al niño sus preciosos botones de oro y los echó al mar. Y las olas arrojaron espumas negras. Una inmensa marea negra inundó la región. Eran los recuerdos del niño. Al poco, empezó a olvidar la magia que utilizaba para la compraventa de cariño y la soledad se le volvió exquisitamente dulce.

Las mujeres le prepararon un cuenco para que él también secara sus flores muertas. Y un manto para envolverle la vanidad, que se olvidara de sí mismo y así vivir los días como hacían los lirios.

La casa se volvió sola otra vez. Una soledad que olía igual que el mar cuando se despierta.



Dos caracolas de más


Me hablaba de justicia y de codicia mientras calculaba el diez por ciento del valor de la segunda caracola. Me contó que esta caracola estaba pulida y que la playa donde la recogieron es una playa salvaje y limpia. “Entonces –pensé- no debería calcular una rebaja sobre un precio tan bajo”. Ahí estaba ese hombre trasnochado, con sus cálculos y usuras, hablando de Buda en vano, mientras a mí me sobraba un corazón enorme que puse también en rebajas. Me había echado al mar y entré en su establecimiento a encontrar caracolas inertes. Me arrojé a un cielo de colores y en la caída sentí un vértigo placentero. Pero la realidad se me presentó en forma de proceso civil sin complicaciones; realidad sin música nueva. Me pesaba el bolso y los zapatos eran las cajas fuertes de dos ángeles temerarios.

Unos elefantes hilvanados en guirnaldas querían parecer bonitos. Seguramente el objeto imitado era tan bonito que cientos de hippies aún enferman en playas rojas. Había cajas de muchas formas, telas, vestidos, bolsos y, seguramente todo era bonito. Pero los ojos no me respondían a la presunta belleza porque el local todavía olía a fábrica con muchas mujeres chinas trabajando todas las horas haciendo elefantes ensartados en guirnaldas. Máscaras africanas; marfil; quincalla. Cómo me gustan las sortijas grandes como las que llevaban los clérigos supremos, besadas y besadas mil veces.

Di vueltas a duras penas por la tienda oscura con pasillos estrechos. Allí estaban por fin mis caracolas. Una niña me dijo que en estas caracolas no se oye el mar. “Lógico - pensé cuando me lo dijo- nadie espera al mar en el tugurio de un avaro con inciensos” Nadie dijo algo amable ese día. Me fui de allí con dos caracolas de más y algunas palabras de menos.