Ella
llegaba la primera a la oficina del Juzgado de Paz. Subía con dificultad las
dos plantas hasta llegar al hall luminoso y blanco. Su llave era importante.
Tan importante como ella. Abría con importancia la puerta importante por donde
se accedía a un pequeño pasillo y entonces asía otra llave más importante aún
que la anterior: esta llave abría el despacho del Juez de Paz.
Una
estantería, una mesa, unas sillas y un antiguo pero muy importante ordenador.
Ella se sentaba a la derecha del pequeño Juez de Paz como si se sentara a la
derecha del Padre con un jersey más o menos caro. Cuando recibían declaración a
las partes comparecientes en un procedimiento, ella sacaba de un cajoncillo con
parsimonia un sello con un estuche de tinta importante. El pequeño Juez de Paz
golpeaba con soltura e importancia sus tres dedos hábiles sobre el teclado.
Mientras, ella frotaba con delectación el sello contra la almohadilla de tinta.
Casi con lujuria, presionaba de forma circular ese tampón sobre la esponja para
que se empapara bien del ungüento. Justo en el preciso instante en que el sello
se estampara en el papel, se produciría el clímax laboral de la mañana. Un
sello oficial, importante, redondo y bonito.
Mientras
contoneaba el sello sobre la almohadilla de tinta azul, ella sentía una subida
de oficialidad y su mirada se abstraía con una sonrisa lejana y leve. Una
apostura de suficiencia y sabiduría redondeaba el grandísimo paréntesis de su
orondo cuerpo. Cuando la impresora expelía el documento ella cambiaba de tarea.
Era entonces cuando del cajoncillo extraía misteriosamente un bolígrafo azul
marca Bic, modelo Cristal y matrícula sin identificar. Con la soberbia que
confiere el servilismo, acariciaba el bolígrafo como si el pequeño Juez de Paz
fuera a firmar un Tratado Internacional.
Quitaba
la capucha azul del bolígrafo, descubría impúdicamente la brillante punta del
adminículo y, con soltura y destreza encajaba la citada capucha en el otro
extremo del boli. A continuación, se lo daba al pequeño juez quien -siguiendo
la liturgia- esperaba a que ella estampara el sello sobre el documento lentamente,
sin prisa, a fuego lento. Y así era como un simple folio quedaba preñado por el
santo espíritu de la oficialidad. Mediante el sello se había producido la
transfiguración de una simple hoja de papel en una nueva criatura
administrativa que saldría al mundo jurídico para circular por el tráfico
procesal.
El
milagro de la vida se completaría con la firma del pequeño juez cerca del
sello. Así pues, la mano blanca e impoluta se elevaba unos centímetros sobre el
papel y empezaba a dibujar en el aire pequeños círculos antes de iniciar la
escritura. Cuando, por casualidad y desdén, se posaba sobre el folio la mano
dibujaba una firma preciosa y finísima. Así debió ser la firma de Dios cuando
rubricó el mundo. En esa firma debió pensar Miguel Ángel cuando terminó la
Capilla Sixtina. Esa debió ser la firma del big-bang. La felicidad se pasea por
las curvas de esa rúbrica.
Una
vez concluido el acto, ella cubrió la punta de tinta del bolígrafo con su
capucha azul como si tapara un sagrario con el Santo Grial en sus adentros.
Cerró la cajita de la tinta almohadillada y la guardó con el tampón, aún
húmedo, dentro del cajoncillo de la mesa. Todo había concluido.
Después
de la labor de ese día decidieron tomarse un merecido descanso y marcharon con
esa sensación que solo proporciona el deber cumplido, a ingerir un café con unos
churros enormes a un acogedor bar del pueblo. Ella respiró hondo: era feliz.