domingo, 11 de septiembre de 2016

Rosa y Eliades. Blues de madrugada


A mi querida María Merlo.
Siempre fuiste muy elegante


Obra de Rene Magritte


Homesickness, (1940)

Déjame ir. Inyéctame dos dosis”, dijo Rosa con tranquila firmeza al enfermero que le inyectaba la morfina de las diez de la noche. No había pena ni súplica en su voz, tan solo una serenidad que congeló la inyección. Esperaron media hora hasta que llegó una nueva dosis. “Siéntate y deja que te cuente cosas agradables” En la Unidad del Dolor había enfermos que contaban cientos de horrores ciertos. Para el enfermero Eliades era más violento escuchar a Rosa que oír cualquier horror envuelto en sangre, bilis y lamentos. Y es que Eliades no sabía escuchar los verbos del placer. Durante sus estudios había empleado demasiado tiempo en entrenarse para comprender a los más débiles y poco tiempo en saber recibir la sensibilidad de los más fuertes. “Siéntate conmigo, Eliades

¿Alguna vez te has bañado en leche?”, le dijo Rosa nada más tomar asiento. Pobre Eliades, tan encuadernado, tan pulcro, tan guiado y tan incardinado. Pobre Eliades, tan correctamente incorrecto pero sin vida sobre los hombros. Pobre Eliades, tan dirigido, tan educadamente maleducado. Apenas una frase disonante y toda la frágil cimentación de su moral de saldo, cayó al suelo como si fueran las canicas de un niño que no jugó con barro. El pobre Eliades no encontraba el aplomo necesario en su yoga ni en su meditación. “No, Rosa. Prefiero el plato de ducha”. Así expuso el enfermero su previsible cortedad. Las carcajadas de Rosa se oían en la planta donde ya dormían todos los pacientes.

Las células necrosadas de Rosa reían contemplando las contorsiones morales de Eliades quien, quería escucharla porque se tenía por inteligente, mientras su corazón se estremecía de pudor y vergüenza. Era un enfermero comprensivo y paternal que se había acomodado en consolar a los enfermos sufridores con cariñosas y melifluas palabras de ánimo. El personal de la Unidad del Dolor sonreía a los enfermos agonizantes con iluminada comprensión en sus ojos. Esas sonrisas hospitalizadas y hospitalarias irritaban mucho a Rosa. “Si te pones empática saco la daga que tengo bajo el colchón”, decía al oído de una enfermera especialmente solidaria. “¡Ya están aquí las Hermanitas de la Caridad Emocional!”, gritaba cuando la visitaban un psicólogo y una animadora social.

Not to be reproduced (1937)
Eliades no quería abandonar a Rosa sufriendo un dolor desmedido. Miraba como Rosa reía mientras el dolor la torturaba y la confusión comenzó a saber dulce. Rosa era al mismo tiempo guapa y fea, delicada y áspera, inteligente y sin sentido común.  

“¿Alguna vez te han acariciado las piernas decenas de peces? Bajo el agua, la apnea se alarga cuando te vas con ellos y su cuerpo frío pasea por tus brazos” A Eliades solo le gustaba la playa para ver atardecer. “¡Qué limitado!” dijo Rosa riendo. “Es como ir al teatro para ver solo el final de la función”

“¿Recuerdas el paso lento de una gota de aceite cuando cae por la espalda?”  Eliades no podía recordar lo que no había vivido. Intentaba hacerse un hueco en la conversación y contarle a Rosa que había practicado meditación en Camboya y que usaba mucho sándalo en su apartamento. Pero Eliades nunca pensó en inventar sus propios placeres. “Hijo, tú tienes placeres de catecismo”, dijo Rosa mientras fumaba sin esconderse su prohibidísimo tabaco rubio. Rosa hizo que un celador consiguiera para ella un cenicero de alabastro antiguo –la cabeza de un fraile- que había visto en el despacho del director del hospital cuando hizo su ingreso. “¡Es un placer fumar aquí!” dijo al celador.
 
Bather, (1925)

¿Has comido granadas de las manos de otra persona?” Eliades nunca comía granadas. “¿De verdad?, ¿nunca has destrozado una granada y te la has comido como los niños chicos?” A decir verdad, el enfermero de la Unidad del Dolor jamás había visto esa fruta. “¿Y no has lamido un buen Armagnac en la cara de tu amigo?”, “No, Rosa. No me gusta el cognac”. Después de aclararle la diferencia entre cognac y armagnac, Rosa tuvo la tentación de sentir piedad por Eliades, pero ella ya no tenía tiempo para la piedad.

Sabiendo que el enfermero sentiría el mismo vértigo que en la más perversa atracción de feria, Rosa invitó a Eliades a no inyectarle la morfina de las diez. Pasó poco tiempo cuando el dolor ascendió enorme y enamorado de sí mismo. Un mar de dolor descomponía cada vez más la fuerza de Rosa quien se aferraba a la espalda de Eliades. El enfermero -como improvisado notario del dolor-, comprobó en sus muñecas moradas la fuerza del dolor físico. Rosa envió su dolor por los senderos de una rabia sin estrenar y se permitió decir a Eliades justo aquellas certezas que nadie soporta sobre sí mismo.



Habían pactado que él aguantaría las palabras, los gritos y la fuerza de Rosa hasta que médicamente fuera imposible soportar el dolor. “¡Han inventado tu vida por ti y eres tan tonto que crees que es tuya!”. Eliades quería saber todas aquellas evidencias sobre sí mismo que nadie le diría nunca. Al inmenso dolor de Rosa se sumó pronto el dolor de Eliades quien estaba encajando golpes que dejaron sin respiración el estómago de su autoestima. Frases hirientes, verdades punzantes y ese descarnado dolor que uno siente ante ese espejo en que le crecen pústulas a la vanidad. Después del exorcismo, Rosa y Eliades quedaron dormidos bajo los efectos de la misma medicina.


Cuando Rosa despertó, Eliades estaba esperándola con hematomas en los brazos y con la sonrisa de una gratitud inmensa por tanta generosidad. “Rosa –le dijo- hoy he probado la ensalada de manzana con agua muy fría. Tenías razón. Es estupenda. ¿Quieres comer un poco?” Y extendió las manos rebosantes de trozos manzana y de las que caía agua helada y dulce en el camisón de Rosa. Ella tomó con la boca un pequeño trozo de manzana. Una buena forma de comenzar el día más humilde de sus vidas. Era madrugada, se oían los últimos acordes de aquel blues.
Freedonia
It´s gonna fine


                      


"Yo te gusto -continuó ella-, por el mismo motivo que ya te he dicho, he roto tu soledad, te he recogido precisamente ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo"
                                                                                                                                 Demian,
Hermann Hesse, (1919)