Julie Manet y su galgo Laertes
(Berthe Morisot, 1893)
Anita tenía tanto bigote que era imposible evitar mirarlo. Además, el carmín anaranjado se emborronaba en las arrugas verticales de sus labios y manchaba los pelos bajo su nariz. Enternecía el enorme cuello de encaje burdo de su camisa. Se lamentaba de que su marido, con quien estaba casada treinta y cuatro años, miraba a otras mujeres. Y, mientras esgrimía su monótona queja, fijaba los ojos cargados de legitimidad en los ojos de su interlocutor que mosconeaban entre su ineludible bigote y todo lo demás. ¿Por qué su marido no quería estar con ella? Anita mantenía desenfundada la espada pétrea de su matrimonio como razón contundente y suficiente para poseer el deseo de su marido. Por las noches, lloraba en casa mientras ponía en el viejo aparato de vídeo la película Cumbres borrascosas o Lo que el viento se llevó. ¡Cuánta razón compadeciente se agolpaba en el pañuelo de flores con que se limpiaba la nariz!
Su escaso pelo formaba un casquete redondo cimentado en la
peluquería con laca de resina de oso. Ese casco pegajoso dejaba ver una
alopecia que Anita adornaba con su inefable rulo sobre la frente.
Pero con el
tiempo, Anita supo abandonar la cama de clavos que había claveteado con sus
quejas. Fue a partir de la noche en que se confundió de película y en lugar de Cumbres borrascosas el vídeo le arrojó a
los ojos la película El Halcón maltés.
"No me fío de nadie que no beba,
el mundo entero lleva tres copas de retraso"
Según contaban sus vecinas, Anita se había abandonado porque había dejado de ir a la peluquería para teñirse el pelo. Decían que solo se dedicaba a sus plantas y a hacer conservas de mermelada de higo. El abandono de su marido –decían- no solo obedecía a su manifiesto bigote, sino que también era el justo castigo a su dejación como mujer.
A partir de entonces, Anita se hacía acompañar de un perro galgo de los que su marido quería abandonar cuando terminara la temporada de caza. Su perro Jonás corría por el campo con Anita y lamía la mermelada de naranja amarga que ella preparaba en su cocina.
Hacía tiempo que Anita y su marido no dormían juntos.
Cuando llegaba al cuarto que tenía detrás de la casa, ella se quitaba la camisa
con puntillas, se limpiaba la cara y únicamente vestía un viejo pantalón de
pinzas de su marido. Las noches de verano se sentaba en la mecedora que había
bajo la higuera de su patio, se fumaba un cigarro y su perro Jonás se sentaba con ella cerca de la albahaca.
Después de lavarse el pelo
y peinar sus canas, se sentía tranquila porque había aprendido a ser feliz con
su pantalón, su bigote y su tabaco. A veces tomaba una infusión de manzanilla
con anís y quedaba dormida con el susurro de la radio o con el escándalo lejano
de alguna verbena de barrio. Había aprendido a vivir sin su marido y,
simplemente, lo olvidó.
Una noche su marido entró en el patio de Ana y reconoció al
ser blanco y limpio de quien se enamoró. No era una mujer, ni era un hombre, ni
era joven, ni vieja. Anita ya no era su esposa. Y por eso, ya no podría obrar
con la seguridad que le proporcionaba esperar que se tumbara a ejercer de
vaciadero para que él depositara su polución. Esa seguridad de lienzo rígido
que implicaba la imagen de Ana tumbada fue precisamente lo que le produjo un
hondo rechazo con olor a colonia de misa.
Cuando vio a Anita en su mecedora, se sintió dulcemente
perdido porque se había liberado de la mujer del eterno lamento. Pero no sabía
qué hacer ante la persona extraña que vivía en ese patio pequeño. Se sentía
desafiado ante la mirada pequeña de ese ser que ya no lo necesitaba. Se sentía
atraído por ese joven extraño con bigote y piel blanca que fumaba mientras le miraba.
Diana Krall
Boy from Ipanema
Con motivo de la celebración del Día internacional de la mujer y dentro del III Festival Miradas de Mujeres, la artista Marina Núñez comenta este cuadro titulado Magdalena Ventura con su marido también conocido como La mujer barbuda (José de Ribera, 1631). Muy interesante.