domingo, 19 de junio de 2016

Domingo y los tulipanes amargos

El conquistador suave

Domingo conocía bien el negocio de la ferretería. Los clavos eran su especialidad. El día que un viajante de Jaén le quiso vender los primeros clavos sin cabeza no dejó que le engañaran. “Los clavos sin cabeza no existen” sentenció. Y el viajante de Jaén, quien además también vendía ropa de bebé, se marchó de la tienda a visitar otras tres ferreterías ese mismo día.

Conocía también Domingo todas las modalidades de baile de salón. Los sábados por la tarde su señora y él visitaban un gran recinto donde muchos matrimonios se divertían practicando y exhibiendo todo lo aprendido en las clases semanales. Las chicas que iban a clase en el turno de noche ironizaban con sus pantalones grises que ocultaban el vientrecillo redondo de Domingo. Su señora asistía a clase en el turno de mañana. A él le gustaba halagar a las compañeras de clase “Qué amable es Domingo” decían las chicas. “Qué contentas se ponen con cualquier cosa que les digo. En cuanto yo quisiera tendría una aventura con la chica que eligiera” pensaba él.

En las clases, los profesores asignaban las parejas para que nadie se sintiera excluido. Domingo tomaba a sus compañeras por la cintura como un padre. Al principio, sus manos castas creaban confianza en sus parejas de baile. Por eso ellas no imaginaban la fruición con que esperaba Domingo el momento de ensayar el tango. Fue después de unos cuantos tangos cuando todas coincidieron en su opinión: “Domingo está salidísimo” y por eso rehuían a Domingo y su pecho pequeño y estrecho. Además bromeaban cada clase con la mala fortuna de aquella compañera que fuera asignada a las manos temblorosas y cándidas de Domingo.


La soberbia humilde de los clavos

La ferretería que había en una calle paralela a la suya empezó a vender clavos sin cabeza. Domingo se enteró cuando una vecina le dijo que había comprado unas `puntas´ para cuadros pequeñitos porque le venían muy bien para colgar los bodegones que pintaba su marido. El viajante de Jaén había pasado por la puerta de su ferretería en varias ocasiones y Domingo siempre había sentido pena de él. Según el ferretero, vender jerseys de bebé y alcayatas era un oficio miserable. Al fin y al cabo, en su comercio había cincuenta y cuatro cajones con cincuenta y cuatro clasificaciones de artículos de metal niquelado. Tenía sartenes con patas, sartenes sin patas, parrillas de última generación y jaulas con puerta corredera. Tenía cuberterías para dotes; aceiteras con una `c´ para el aceite de la carne y aceiteras con una `p´ para el aceite del pescado; tenía pomos de cerámica, guantes metálicos protectores para carniceros industriales y un césped artificial en dos colores que quedaba muy vistoso. Y, después de enumerar los artículos que tenía en su punto de venta, siempre concluía diciendo: “y todo eso es un plus


Y un día, la ira

La mujer de Domingo lo admiraba en público, se compadecía de él en privado e intentaba que no se enfadase cuando estaba con él. Siempre iba a recogerla a clase de baile. Un día se enteró de que su señora había bailado bachata con el monitor de baile. Todas las compañeras la felicitaban porque había bailado muy bien. Domingo se interesó por esa modalidad de baile y se encaramó en un descomunal enfado cuando vio la coreografía: “O sea, ¡que juntas tus caderas con las suyas y después os movéis!” y acto seguido arrojó un plato de pimientos fritos a una pared recién empapelada con enormes tulipanes. Rompió el cristal de una puerta, rompió un costurero y tiró al suelo el mantel de la mesa con todo lo que contenía. Gritó y gritó hasta que en un arrebato de silencio, del peor silencio, de ese silencio que debe haber en el centro de los huracanes, cogió a su señora por el brazo y lo retorció hasta que lloró de dolor. Después la zarandeó y, cogiéndola por la nuca, golpeó su cara repetidamente contra un lavabo. Ya no iría más a bailar. A partir de ese día su señora odió los tulipanes, odió la música y le odió a él.

Y también a partir de eses día el pánico provocó en la señora de Domingo el peor tipo de incontinencia que se puede sufrir en el suelo pélvico y para el que no sirve un simple pañal. Caminaba con miedo por la calle por si le sucedía lo peor y alguien olía su drama. Evitaba relacionarse con sus amigas para que nadie se diera cuenta de lo que le ocurría y tardó poco tiempo en percatarse de que sus hijos habían sentido asco alguna vez.
Ella ya no volvería a reír ni a bailar. Alguna noche soñó que se enfadaba con Domingo y que se reía de sus tetillas caídas por las que ya no sentía su antigua ternura. Imaginó en alguna ocasión que se rebelaba, que le hablaba seriamente y que Domingo la entendía. Pero cuando escuchaba al aire tropezar en la boca de su marido con todo lo que albergaba esa cavidad, una ola de repugnancia le recomponía el seso. El estómago se le convirtió en la caja fuerte de todo el miedo. El miedo para comer; el miedo para reír; el miedo para dormir…. Domingo no imaginaría nunca el profundo desprecio que sentía su señora cuando le oía enumerar los artículos de sus puntos de venta y sus largas y consabidas peroratas políticas y morales. Domingo el ferretero no sería capaz de adivinar que cada punto geográfico de su persona era la mejor referencia para describir el asco.

El ferretero continuó asistiendo a sus clases de baile y mostrándose amable y paternal con sus parejas de baile. “¡Si supiérais a lo que tengo que renunciar en clase!, ¡si yo quisiera!”, decía a sus compañeros que se divertían mucho con el amable Domingo. Todas las noches, antes de regresar a casa desde las fiestas de baile de salón compraba dos pasteles almendrados para su señora. Y cuando lo veían entrar en el coche con el paquetito de pasteles todos coincidían en afirmar: “qué buena gente es Domingo
Modena City Ramblers
Bella Ciao
Canción popular italiana


La rebelión no se piensa, se empuña.

                      


Una mañana me desperté y encontré al invasor. Oh! Partisano, llévame contigo porque me siento morir. Y si yo muero de partisano tú me debes enterrar allá en la montaña bajo la sombra de una bella flor. Y la gente que pasará me dirá ¡qué bella flor! Y ésta es la flor del partisano, muerto por la libertad.