La gente quiere una vida ficticia y los personajes ficticios una vida real.
Woody Allen
La rosa púrpura del Cairo, 1985
La rosa púrpura del Cairo, 1985
Era una mujer normal. Muy normal. Sin embargo el carnicero
la miró como si anduviera desnuda por la calle. En su mirada brillaban a
partes iguales un deseo impostado y la acusación. “Te acuso de gustarme. Te acuso de ser atractiva. Te acuso de que yo
entiendo que estás a mi disposición. Te acuso de no encubrir tu atractivo y de provocar que yo te mire”
El carnicero había salido a
fumar fuera del mercado y, apostado en la esquina, vio pasar a la
mujer normal. Cogía el cigarro con los dedos pulgar e índice, como aquellos
hombres entecos que imitaban a un gánster. La mujer normal entró en una floristería cercana y el humo del cigarro del matarife la
persiguió hasta una barricada de cáctus. ¡Qué contenta estaba porque un
hombre de verdad la había mirado!
Kim Novak Vértigo (1959) Alfred Hitchcock |
Un día Manuel Jesús la
puso en un sofá del salón y después de realizar sus inefables ejercicios quedó dormido viendo
una película que le aburría mucho: Annie
Hall. Adelaida, quien siempre tenía los ojos abiertos, vio esa película en la
que aparecía una mujer vestida. ¡Una mujer vestida! En ese momento sintió en su
plástico la esencia del erotismo. A partir de la imagen de Dyane Keaton con
su sombrero no pudo dejar de soñar con ropa. Esa noche entendió lo que sentía Manuel
Jesús y empezó a soñar con hombres hinchables tales como Woody Allen. Sin
embargo intuía que debían existir otros hombres distintos a Woody Allen y a
Manuel Jesús. Hombres hinchables que la miraran a los ojos con deseo de hombre normal.
Dispuesta a conocer a esta nueva especie humana, empezó a robar ropa del armario
del hombre de la casa. Y un día, vestida con un pantalón, una camisa y unas
gafas de sol, salió a la calle.
.Allí estaba el carnicero que
fumaba en la esquina. Su plástico se hinchó un poco más cuando inhaló el humo
del cigarro de ese hombre con el delantal manchado de sangre. Y, atraída por la
incomparable sensación de peligro, sin pensarlo, se dirigió a una floristería
para pasearse entre los cáctus. Su ropa la protegería de los cáctus y, si se pinchaba, no quedaría
desinflada como una bolsa del mercado en medio de un paso de cebra.
Salió a la calle en más
ocasiones para revivir la fabulosa experiencia de un hombre mirándola cuando
ella estaba vestida. Y, en efecto, volvió a experimentar la mirada de un
repartidor de cerveza que miró sus caderas, por lo que Adelaida se sintió muy contenta y, dada su inocencia de
caucho, pensó que el pantalón le quedaba tan elegante como a Annie Hall.
Un perfumista la miró en sentido ascendente y descendente sucesivamente y ella
pensó que al hombre le gustaban sus bonitos zapatos. El dueño de unos
ultramarinos empezó a silbar y a cantar cuando la vio, quedando ella absolutamente
fascinada por tan bello sonido. Sin embargo, Adelaida había observado un extraño
fenómeno que le hacía preguntarse por qué inmediatamente después de mirarla los hombres se
miraban entre ellos con más deseo aún del que la miraban a ella: “los hombres de plástico deben ser
homosexuales. Se atraen mucho los
unos a los otros” pensó Adelaida, la mujer normal hinchable.
La mujer de plástico volvía a
casa, se desnudaba y se guardaba a sí misma cuidadosamente detrás del armario de Manuel
Jesús ocultando esa gran conquista que era su ropa. Aún no sabía que le quedaba
todo un estadio evolutivo para la otra gran conquista: su palabra.
Rubén Blades
Chica plástica