Empezó a llorar sobre las 17,15 de la tarde. Su
impúdico llanto no disimulaba que esa tarde era muy especial para ella porque
recibiría una visita. Una peluquera fabricó en su melena rubia y larga numerosos rizos que,
bien dispuestos sobre la espalda, recordaban la imagen de un Cristo procesional
y morado con espinas de pasión. Los hechos que acuciaban su hígado atormentado
eran realmente graves. Enfermedades, soledades e ingratitudes decantaron un
barro finísimo en el que se bañaba una y otra vez hasta que sus propias
lágrimas adquirieron un perceptible olor a linimento. Si existiera un sentido
innato de la justicia este moriría de escándalo ante tanto dolor injusto. Tanto
lloraba que las lágrimas conocían los caminos de la pena y –obedientes- se
dirigían a un sumidero emocional que rebosaba compadecencia.
Rodeada de mandos a distancia, podía imaginarse
fácilmente una vida de parálisis sepultada en una cama algodonada. Su manejo de
los mandos a distancia denotaba su enfado constante con las cosas
desobedientes…y también con las personas desobedientes. Su enfado era propio de
quien recorre en dos segundos la distancia entre la tristeza y la ira: un
segundo para secarse las lágrimas y otro segundo para articular la acusación
que sustenta la ira. Arrojaba los mandos a distancia a una distancia imprudente
para solicitar después con pena que se los entregaran. En plena ira se entreveían ciertas posibilidades de movimiento que ella no tardaba en ocultar.
El alijo de medicinas olía a alcoholes podridos.
Sábanas con asepsia putrefacta. Aire limpio enmohecido. Mientras hablaba
llorando, echaba hacia atrás con brío larguísimos rizos que una paciente
peluquera había fabricado quién sabe con qué exigencias. Esa peluquera perfecta
para ella, que rizo a rizo, se volvió sorda por mera supervivencia. En esa
terrible postración del alma, en esa charca de agua insalubre, engordó un
enorme tubérculo de ego y se ahogó el famélico concepto del “tú”. "Tú" era un pronombre
prohibido, prohibitivo y proscrito en la ciénaga de los egos mórbidos.
La bendición del movimiento desapareció de esa
vida cuando ella degustó la miel de la silla de ruedas. La autoridad que
confiere el desvalimiento fue un gas letal para la acción. “¡Mira el Sol!.
¡Mira qué bonita es la tarde!. ¿Te apetece tomar una cerveza?” Quizá una copa
de ginebra le habría agitado las vísceras y le habría recordado la risa. “No puedo beber porque no tengo ácido
fosfórico en el cerebro”, entonces extraía de un caro bolso el bote de
ácido fosfórico. Hacia las 20,30 horas continuaba llorando. Llamó a la señora
que le servía y le ordenó preparar la cena. Se iría pronto a dormir. Sin
embargo, no imaginamos que antes de dormir y a solas en su cama esta mujer
continúe con su llanto. La verdad es que tan solo imaginamos plácidos
ronquidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario