Ese hombre olía mal y
tenía la mirada huidiza. No miraba a los ojos y exageraba sus gestos. Esa
mañana hablaba a gritos en la gestoría como si le oyeran cien hombres sabios.
Y, a veces, parecía percatarse de que sólo le escuchaban dos trabajadoras que
para él no tenían la menor importancia. Sacaba un pañuelo arrugado entre blanco
y marrón y se limpiaba el sudor de la cara. Su olor calaba hondo en la plomiza
mañana de verano profundo.
Era una persona de las
que hablan muy cerca. Su mirada oblicua no impedía su incómoda proximidad
física. Incluso cogía los documentos de la mesa con sus manos marrones,
coronadas con uñas negras, se chupaba un dedo y hojeaba el expediente que había
en la mesa. Nadie volvería a tocar ese expediente. Olía a resaca y a sueño y,
aún así, no dejó de acercar su cara a sus interlocutores. Sus pies eran
pequeños. Llevaba unas zapatillas de deporte grisáceas y unos calcetines
también grises.
Hacía años que se
rumoreaba que le había arrancado media oreja a su mujer porque ella se negó a
sus presuntos deberes maritales. Vociferaba –razonaba, según él- que tan solo
quería “hacer la vida con su mujer”;
que “llevaba derecho como marido” y
que por eso y sin querer mordió en la oreja a su esposa. El bocado del asco; la
mordedura de cien culebras; la picadura de mil moscas verdes. “A ver quién no muerde a la mujer alguna vez” y reía con esa picardía con que
sólo ríen las hienas humanizadas. Su mujer sacaba facturas de una carpeta azul
mientras él explicaba todo a quien no le había pedido explicaciones de nada. Él
solo le pidió a su mujer que le hiciera la cena. Sujetándola por el brazo, la
obligó a subir a la casa mientras le insultaba y le gritaba.
A pesar de su rudeza,
no había perdido los ademanes de niño. Más que una persona era un niño
engordado; un tubérculo infantil regado y necrosado; un bebé hambriento que, en
lugar de llorar, había aprendido a hablar. Por eso no medía ni sus gritos ni la
disonancia que marcaba toda su persona.
Cuando la auxiliar
administrativo le pidió que firmara un documento, preguntó mientras sacaba la
lengua y reía “¿hay que chupar el boli?”
nadie contestó. La mirada de su mujer serpenteaba debajo de la mesa y a veces
se perdía siguiendo los cables de cualquier ordenador. Ella se tapaba los
cardenales del brazo creyendo firmemente en la transparencia o irrelevancia de
su persona. El hombre de los pies pequeños, se levantó caballerosamente con su
pañuelo blanco en la mano cuando llegó el gestor y corrió a rendirle pleitesía
estrechándole las manos con su mano marrón. Acercándole mucho la cara le dijo: “me voy con esta, que todavía no he cenado” No dijeron adiós.
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