jueves, 4 de junio de 2015

Trabajo y delirio


Ella llegaba la primera a la oficina del Juzgado de Paz. Subía con dificultad las dos plantas hasta llegar al hall luminoso y blanco. Su llave era importante. Tan importante como ella. Abría con importancia la puerta importante por donde se accedía a un pequeño pasillo y entonces asía otra llave más importante aún que la anterior: esta llave abría el despacho del Juez de Paz.

Una estantería, una mesa, unas sillas y un antiguo pero muy importante ordenador. Ella se sentaba a la derecha del pequeño Juez de Paz como si se sentara a la derecha del Padre con un jersey más o menos caro. Cuando recibían declaración a las partes comparecientes en un procedimiento, ella sacaba de un cajoncillo con parsimonia un sello con un estuche de tinta importante. El pequeño Juez de Paz golpeaba con soltura e importancia sus tres dedos hábiles sobre el teclado. Mientras, ella frotaba con delectación el sello contra la almohadilla de tinta. Casi con lujuria, presionaba de forma circular ese tampón sobre la esponja para que se empapara bien del ungüento. Justo en el preciso instante en que el sello se estampara en el papel, se produciría el clímax laboral de la mañana. Un sello oficial, importante, redondo y bonito.


Mientras contoneaba el sello sobre la almohadilla de tinta azul, ella sentía una subida de oficialidad y su mirada se abstraía con una sonrisa lejana y leve. Una apostura de suficiencia y sabiduría redondeaba el grandísimo paréntesis de su orondo cuerpo. Cuando la impresora expelía el documento ella cambiaba de tarea. Era entonces cuando del cajoncillo extraía misteriosamente un bolígrafo azul marca Bic, modelo Cristal y matrícula sin identificar. Con la soberbia que confiere el servilismo, acariciaba el bolígrafo como si el pequeño Juez de Paz fuera a firmar un Tratado Internacional.

Quitaba la capucha azul del bolígrafo, descubría impúdicamente la brillante punta del adminículo y, con soltura y destreza encajaba la citada capucha en el otro extremo del boli. A continuación, se lo daba al pequeño juez quien -siguiendo la liturgia- esperaba a que ella estampara el sello sobre el documento lentamente, sin prisa, a fuego lento. Y así era como un simple folio quedaba preñado por el santo espíritu de la oficialidad. Mediante el sello se había producido la transfiguración de una simple hoja de papel en una nueva criatura administrativa que saldría al mundo jurídico para circular por el tráfico procesal.

El milagro de la vida se completaría con la firma del pequeño juez cerca del sello. Así pues, la mano blanca e impoluta se elevaba unos centímetros sobre el papel y empezaba a dibujar en el aire pequeños círculos antes de iniciar la escritura. Cuando, por casualidad y desdén, se posaba sobre el folio la mano dibujaba una firma preciosa y finísima. Así debió ser la firma de Dios cuando rubricó el mundo. En esa firma debió pensar Miguel Ángel cuando terminó la Capilla Sixtina. Esa debió ser la firma del big-bang. La felicidad se pasea por las curvas de esa rúbrica.

Una vez concluido el acto, ella cubrió la punta de tinta del bolígrafo con su capucha azul como si tapara un sagrario con el Santo Grial en sus adentros. Cerró la cajita de la tinta almohadillada y la guardó con el tampón, aún húmedo, dentro del cajoncillo de la mesa. Todo había concluido.
Después de la labor de ese día decidieron tomarse un merecido descanso y marcharon con esa sensación que solo proporciona el deber cumplido, a ingerir un café con unos churros enormes a un acogedor bar del pueblo. Ella respiró hondo: era feliz.


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