martes, 9 de junio de 2015

Dos caracolas de más


Me hablaba de justicia y de codicia mientras calculaba el diez por ciento del valor de la segunda caracola. Me contó que esta caracola estaba pulida y que la playa donde la recogieron es una playa salvaje y limpia. “Entonces –pensé- no debería calcular una rebaja sobre un precio tan bajo”. Ahí estaba ese hombre trasnochado, con sus cálculos y usuras, hablando de Buda en vano, mientras a mí me sobraba un corazón enorme que puse también en rebajas. Me había echado al mar y entré en su establecimiento a encontrar caracolas inertes. Me arrojé a un cielo de colores y en la caída sentí un vértigo placentero. Pero la realidad se me presentó en forma de proceso civil sin complicaciones; realidad sin música nueva. Me pesaba el bolso y los zapatos eran las cajas fuertes de dos ángeles temerarios.

Unos elefantes hilvanados en guirnaldas querían parecer bonitos. Seguramente el objeto imitado era tan bonito que cientos de hippies aún enferman en playas rojas. Había cajas de muchas formas, telas, vestidos, bolsos y, seguramente todo era bonito. Pero los ojos no me respondían a la presunta belleza porque el local todavía olía a fábrica con muchas mujeres chinas trabajando todas las horas haciendo elefantes ensartados en guirnaldas. Máscaras africanas; marfil; quincalla. Cómo me gustan las sortijas grandes como las que llevaban los clérigos supremos, besadas y besadas mil veces.

Di vueltas a duras penas por la tienda oscura con pasillos estrechos. Allí estaban por fin mis caracolas. Una niña me dijo que en estas caracolas no se oye el mar. “Lógico - pensé cuando me lo dijo- nadie espera al mar en el tugurio de un avaro con inciensos” Nadie dijo algo amable ese día. Me fui de allí con dos caracolas de más y algunas palabras de menos.

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