Me hablaba
de justicia y de codicia mientras calculaba el diez por ciento del valor de la
segunda caracola. Me contó que esta caracola estaba pulida y que la playa donde
la recogieron es una playa salvaje y limpia. “Entonces –pensé- no debería calcular una rebaja sobre un precio tan bajo”. Ahí estaba ese hombre
trasnochado, con sus cálculos y usuras, hablando de Buda en vano, mientras a mí
me sobraba un corazón enorme que puse también en rebajas. Me había echado al
mar y entré en su establecimiento a encontrar caracolas inertes. Me arrojé a un cielo
de colores y en la caída sentí un vértigo placentero. Pero la realidad se me
presentó en forma de proceso civil sin complicaciones; realidad sin música
nueva. Me pesaba el bolso y los zapatos eran las cajas fuertes de dos ángeles
temerarios.
Unos
elefantes hilvanados en guirnaldas querían parecer bonitos. Seguramente el
objeto imitado era tan bonito que cientos de hippies aún enferman en playas
rojas. Había cajas de muchas formas, telas, vestidos, bolsos y, seguramente
todo era bonito. Pero los ojos no me respondían a la presunta belleza porque el
local todavía olía a fábrica con muchas mujeres chinas trabajando todas las
horas haciendo elefantes ensartados en guirnaldas. Máscaras africanas; marfil;
quincalla. Cómo me gustan las sortijas grandes como las que llevaban los
clérigos supremos, besadas y besadas mil veces.
Di vueltas
a duras penas por la tienda oscura con pasillos estrechos. Allí estaban por fin
mis caracolas. Una niña me dijo que en estas caracolas no se oye el mar.
“Lógico - pensé cuando me lo dijo- nadie espera al mar en el tugurio de un
avaro con inciensos” Nadie dijo algo amable ese día. Me fui de allí con dos
caracolas de más y algunas palabras de menos.
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