viernes, 28 de agosto de 2015

Corte limpio y poca sangre

               

Era verano pero tenía los pies helados. Acababa de salir de la cámara frigorífica donde guardaba los cuerpos despedazados de los ciervos. Siempre tenía sangre de animal en las uñas y aunque se lavaba con frecuencia era muy difícil que el matarife se desprendiera del olor de las bolsas de almizcle que extraía a los animales. Pagaban bien por ello y en aquel lugar solo él manejaba los cuchillos y la sierra de cortar huesos con delicada destreza. En la puerta de entrada había unos baldosines típicos donde el matarife mandó inscribir: “Corte limpio y poca sangre” Y es que el matarife era muy limpio. Su pulcritud alcanzaba a los enormes cubos donde vaciaba los corazones y otras vísceras.

Ese día tenía prisa porque salía en dos horas el tren para asistir a una importante procesión. El matarife era cofrade de una antiquísima Hermandad de Semana Santa que requería el otorgamiento de una escritura pública para ser socio y cofrade. Vestía una túnica morada de terciopelo grueso que le provocaba sudor de cierva y todo el orgullo del mundo colgaba de su pesado escapulario dorado. El olor del almizcle del matarife inundaba las tallas de los Cristos allá donde iba y por eso el público sentía una irrefrenable pasión que les hacía gritar impudicias a la imagen de la Virgen.

El hijo del cofrade había estudiado Lenguas Muertas, no encontraba trabajo, le daban miedo los cuchillos y se arropó con heroína. Esa noche el hijo del matarife apareció muerto entre los ciervos muertos del frigorífico. “Corte limpio y poca sangre”, dijo su padre cuando recibió la noticia. Esa noche su vela recitó letanías en Latín. Y con su enorme hachón de cera desfiló en la procesión. Dicen que se emocionó al oír una saeta.


                    

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