sábado, 25 de noviembre de 2017

Un cadáver bien vestido

Estará siempre en nuestros corazones. Era demasiado joven para dejarnos,
pero Dios tiene un plan diferente
Desde lejos se oía el griterío de las mujeres que lloraban al muerto. Hacía calor y la tarde era seca junto al mar. Cuantas más mujeres llegaban más moría el cadáver azul y bien vestido. Pusieron el ataúd en un saloncito al lado de una vitrina con vasos de vermú Cinzano.

Cincuenta mujeres llorando ¡Qué gritos! Las frases se repetían una y otra vez, y aquellas mujeres que nunca rezaron, rezaban como posesas y sabedoras de todas las letanías. Había que enterrarlo. Le pusieron el traje de novio con el que se encontraba muy guapo. Casi, casi como si estuviera vivo.
Nuestras más sinceras condolencias en tan delicado trance
Diez mujeres más, y cinco más. Los mismos ademanes, los mismos gestos. Y un extraño olor a tortilla de patata que amortiguó el olor a muerto que había en el saloncito. Una mujer serena –esa mujer serena y componedora que hay en todos los entierros- se afanaba en volcar todos los retratos del muerto que había en el comedor. El muerto vestido de comunión; el muerto vestido de soldado; el muerto con su moto…. Todos los retratos bocabajo.

Cien mujeres lloraban a gritos en ese velatorio. Todas las mujeres del mundo que saben llorar con auténtico espanto llegaron a esa casa. Por una tarde, toda la tristeza del universo se concentró en la acera de una calle inmunda donde estaban domiciliadas todas las posibilidades de la miseria. Bisbiseaban rezos mientras cabeceaban y cogían resuello para volver a llorar. Primero despacito para después –negando con la cabeza- gritar su propio horror aprovechando que lloraban al muerto.

Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix.
Al parecer, no era mal hombre. Así, visto con su traje, parecía que nunca se había enfadado. Así, sin expresión, parecía que nunca pegó a nadie, que nunca gritó o que nunca extorsionó el vientre de nadie. No era mal hombre, todo hay que decirlo. A lo mejor amó alguna vez y se apasionó por algo. Algunas decían que le gustaban mucho las habas con pan. Otras que los domingos bajaba contento con su moto a la  playa. Sí, era buen hombre.  

Otras veinte mujeres y sus lágrimas entraron gritando en el portal. Acababan de llegar de un viaje en tren y traían puesta la axila del revisor del tren en los mandiles. Estas decían que era buenísimo. Y es que era su muerto. Su gran hombre muerto. Por eso lloran mucho más que las demás, si esto era posible.

Adoramus te,  glorificamus te.
¿Y qué si era un hombre bueno?, ¿y qué si el muerto era un perro rabioso? Estaba muerto y el olor a nardo antiguo lo mataba más aún.

En la playa empezaron los fuegos artificiales. Era fiesta en el pueblo. Las mujeres se secaron las lágrimas y fueron a bailar y a tomar un vermú  mientras los hombres asaban pescado en las hogueras.


El cadáver se fue flotando entre las olas con su traje y sus nardos viejos. Cumplió como un buen hombre muerto.

martes, 23 de mayo de 2017

Los libros que no leí

Señor en torso dispuesto a salvar a la cristiana

Fueron ellos -los libros- quienes me leyeron a mí

En la portada de aquel libro había una mujer semidesnuda. Sus manos estaban atadas con guirnaldas de rosas a los cuernos de un toro grandísimo. Las rosas tapaban candorosamente las partes pudendas de la doncella. Era una edición muy vieja del libro Quo Vadis. El libro me daba mucho miedo porque el toro era enorme y parecía un monstruo. Unos meses antes de hacer la primera Comunión pregunté por qué esa mujer estaba atada al toro: “porque es una cristiana” me dijeron. Hacia mayo más o menos, mediante el sacramento de la Comunión, yo también sería una cristiana. Bastante más cristianas que antes. No pude leer ese libro.
 
Podría llamarse "Manual de adoctrinamiento simplón"
Me confundió bastante el libro Manual de la Historia de España, (1939). Constaba de tres partes y el título de la primera parte se llamaba “España, Una”. A mí me faltaba un sustantivo en el título: ¿una qué?, ¿una calle?, ¿una señora? No entendía nada y aun así intenté leerlo. El capítulo denominado “España Una” se centraba en narrar una conquista detrás de otra. Nombres, fechas y episodios de gente valiente con espadones corriendo por los campos. Un aburrimiento. No pude continuar con la lectura aunque lo intenté. Por eso no pude enterarme de los otros dos capítulos que se referían a lo Grande que sería España después y, finalmente, el capítulo de la apoteosis de felicidad que trataba de la España libre.
 
Rasputín mirando fijamente mientras bendice
Una mujer vestida con muchísima falda y velos aparecía en la portada del libro Rasputín y la Zarina, cartas de amor de la última zarina. Detrás de la referida zarina, sobre fondo rojo y aire fantasmal se dibujaba la cara temible de Rasputín. Una edición de 1.962. La zarina se describe en el libro de esta guisa: “reclinada sobre un diván de terciopelo gris, en una gran habitación tapizada de tonos gris y violeta, rodeada de flores blancas y cubierta ella misma por un largo peinador de encajes sobre el que resalta el fino irisado de su legendario collar de perlas...”. Esto es tumbarse en un sofá con gracia y estilo.
 
La zarina sin recostar pero con perlas y velos
Confieso que me gustaba la idea de verme rodeada de flores blancas, cubierta yo misma con un largo peinador de encajes y con un legendario collar de perlas. Pero el sueño se rompía en cuanto me veía en medio de las flores con mis gafas de gobernante de la ONU (eso decían mis hermanos sobre mis gafas) y mis zapatos de cordones marrones. En la introducción del libro constaba fehacientemente que Rasputín pervirtió la bondad de la zarina. No entendí en qué consistía exactamente pervertir la bondad de alguien y doy fe de que le di vueltas a esta cuestión. Ahora, mis ojos cansados no me permiten perder tiempo en leer algo que no sea muy bueno. Pero amenazo con leer esas cartas. Prometen.

Laurel y sangre 

Había por allí una edición de 1940 de un extraño libro llamado Laureados. La introducción explica: 

He recogido para vosotros -queridos niños- la historia verdadera y reciente, cuando la tierra está mojada todavía por la sangre, y no cicatrizaron las heridas y las trincheras permanecen aún abiertas en los campos….”.

Después explicaba por qué la sangre no estaba aún reseca y dedicaba un capítulo a las hazañas bélicas de cada uno de los cincuenta señores laureado. Las ilustraciones son fascinantes. También intenté leerlo a mis diez años pero la cuestión de la sangre -bien fresca o bien reseca, según el caso-, me confundía mucho y lo dejé.
 
Las manos de Humprey Bogart
Conservo todavía ejemplares de ediciones de aquellos años: El Libro de la Selva (1.964), Tratado de Taquigrafía Castellana (1.883), Las Recreaciones Científicas (1893), Discursos de Castelar (1.874), etc. Siempre pensé que tuve una niñez normal. Sin embargo, las habitaciones ocupadas por libros pesados, las mesas pequeñas con libros apilados, todos estos objetos me hablan de una infancia diferente y buena. Los libros siempre fueron la mejor herencia. Bueno y también un curioso marcapáginas hecho con un paquete de tabaco Bisonte.

Zaz
Je veux



sábado, 8 de abril de 2017

El sueño de una muñeca hinchable

Piazza della Republica. Firenze
La gente quiere una vida ficticia y los personajes ficticios una vida real.
Woody Allen
La rosa púrpura del Cairo, 1985

Era una mujer normal. Muy normal. Sin embargo el carnicero la miró como si anduviera desnuda por la calle. En su mirada brillaban a partes iguales un deseo impostado y la acusación. “Te acuso de gustarme. Te acuso de ser atractiva. Te acuso de que yo entiendo que estás a mi disposición. Te acuso de no encubrir tu atractivo y de provocar que yo te mire

El carnicero había salido a fumar fuera del mercado y, apostado en la esquina, vio pasar a la mujer normal. Cogía el cigarro con los dedos pulgar e índice, como aquellos hombres entecos que imitaban a un gánster. La mujer normal entró en una floristería cercana y el humo del cigarro del matarife la persiguió hasta una barricada de cáctus. ¡Qué contenta estaba porque un hombre de verdad la había mirado!  

Kim Novak
Vértigo (1959) Alfred Hitchcock

La mujer normal era de plástico y llegó a la casa de un hombre metida en una caja en cuya etiqueta se leía en varios idiomas: “Adelaida. Frágil. No exponer al calor”. Ella –Adelaida- dormía plegada en su caja sobre una placenta de trocitos de corcho. Cuando el hombre empezó a inflarla Adelaida no se dio cuenta de que estaba desnuda. Su relación con el dueño era esporádica. Ella vivía detrás del armario del dormitorio del hombre quien respondía por el nombre de Manuel Jesús. Cada cierto tiempo, Manuel Jesús le ponía a Adelaida un gorro de papá Noel y encajaba su trozo de carne entre las piernas de ella. Lo único que realmente preocupaba a Adelaida era que el hombre la dejara de pie detrás del armario para que todo aquello cayera al suelo. Sabía que su plástico podía pudrirse: “manténgase limpia y seca”, decían las instrucciones, y ella era muy consciente de que la humedad podía dañarla.

Un día Manuel Jesús la puso en un sofá del salón y después de realizar sus inefables ejercicios quedó dormido viendo una película que le aburría mucho: Annie Hall. Adelaida, quien siempre tenía los ojos abiertos, vio esa película en la que aparecía una mujer vestida. ¡Una mujer vestida! En ese momento sintió en su plástico la esencia del erotismo. A partir de la imagen de Dyane Keaton con su sombrero no pudo dejar de soñar con ropa. Esa noche entendió lo que sentía Manuel Jesús y empezó a soñar con hombres hinchables tales como Woody Allen. Sin embargo intuía que debían existir otros hombres distintos a Woody Allen y a Manuel Jesús. Hombres hinchables que la miraran a los ojos con deseo de hombre normal. Dispuesta a conocer a esta nueva especie humana, empezó a robar ropa del armario del hombre de la casa. Y un día, vestida con un pantalón, una camisa y unas gafas de sol, salió a la calle. 

Diane Keaton en Annie Hall
Woody Allen, 1977
.Allí estaba el carnicero que fumaba en la esquina. Su plástico se hinchó un poco más cuando inhaló el humo del cigarro de ese hombre con el delantal manchado de sangre. Y, atraída por la incomparable sensación de peligro, sin pensarlo, se dirigió a una floristería para pasearse entre los cáctus. Su ropa la protegería de los cáctus y, si se pinchaba, no quedaría desinflada como una bolsa del mercado en medio de un paso de cebra.

Salió a la calle en más ocasiones para revivir la fabulosa experiencia de un hombre mirándola cuando ella estaba vestida. Y, en efecto, volvió a experimentar la mirada de un repartidor de cerveza que miró sus caderas, por lo que Adelaida se sintió muy contenta y, dada su inocencia de caucho, pensó que el pantalón le quedaba tan elegante como a Annie Hall. Un perfumista la miró en sentido ascendente y descendente sucesivamente y ella pensó que al hombre le gustaban sus bonitos zapatos. El dueño de unos ultramarinos empezó a silbar y a cantar cuando la vio, quedando ella absolutamente fascinada por tan bello sonido. Sin embargo, Adelaida había observado un extraño fenómeno que le hacía preguntarse por qué inmediatamente después de mirarla los hombres se miraban entre ellos con más deseo aún del que la miraban a ella: “los hombres de plástico deben ser homosexuales. Se atraen mucho los unos a los otros” pensó Adelaida, la mujer normal hinchable.

La mujer de plástico volvía a casa, se desnudaba y se guardaba a sí misma cuidadosamente detrás del armario de Manuel Jesús ocultando esa gran conquista que era su ropa. Aún no sabía que le quedaba todo un estadio evolutivo para la otra gran conquista: su palabra.

Rubén Blades
Chica plástica




martes, 7 de marzo de 2017

Mucho mejor si hay brujas


Siete brujas muy peligrosas

Me duelen los hombros porque los tengo encogidos. Una masajista que parecía una bruja me dijo que la energía del hombro derecho repercute en la cadera derecha y viceversa. Su cara oscura apenas asomaba entre su pelo negro y rizado y sus manos huesudas parecían venir de agitar un manojillo de falanges en las orejas de un muerto. Mientras me arrancaba los músculos, los sacudía y los volvía a poner en su sitio, me daba una lección de anatomía mágica.

Bruja muy digna entrada en años
Una bruja, parecía una bruja salida de un cuadro con bata blanca de fisioterapeuta. Amasó mis nudos, escudriñó en mi nervio ciático sin ninguna piedad y me dijo que tenía nudos en el cuello. Pensé que a lo mejor esta mujer me dejaba el aura como los chorros del oro. Con su voz grave, ronca y pausada no paraba de hacer preguntas y yo, mientras ella comprimía y descomprimía mi tórax apoyando todo su peso en mi espalda, no quise componer mentiras educadas para mis respuestas. Así que no contestaba.

Me decía modos de vida que debía adoptar a partir de ese día y yo asentía con el firme propósito de no adoptar ninguna de sus pautas. Supongo que quería aplicar su quiropráctica también en mis costumbres. Tuve agujetas durante dos días. Me sentó bien el masaje tortuoso. De eso se trataba.

Ocho brujas en pleno condumio
Esa voz me recordó a una mujer que conocí en una sala de espera helada y a la que debía escuchar por razones laborales. Qué frío hacía allí. Hablaba y hablaba. Cuánto habla la gente. Debe estar muy sola la gente. Después de hora y media esperando y sin que la señora cesara en su discurso, me cogió la mano helada. La abrió como si abriera las alas de una paloma de nieve con sus manos muy calientes. Mientras me miraba me decía: “usted morirá muy muy pequeñita. Meciéndose en una mecedora y abrazada a una muñeca” y muchas más cosas que, bien pensadas, podrían ser estremecedoras. Cuando llegué a casa les dije que no se preocuparan por mí hasta el día en que me vieran coger una muñeca con especial cariño. Sería un honor morir como Ursula Iguarán en Cien años de soledadNo he vuelto a ver a esta mujer y tampoco tendría mucha paciencia para aguantar sus larguísimas quejas.

Amenazantes brujas cocinando extrañas pócimas
Sí, he conocido a algunas brujas. Aquí solo hablo de dos. Pero he visto a muchas más y todas coinciden en algo: tienen la voz suave y las manos calientes.
Jamie Lidell
Little bit of feel good



martes, 28 de febrero de 2017

Brayan, su peinado y el olor de su madre

             

Hoy solo he hablado con dos personas y una de ellas es muda. La otra persona se llama Brayan y es camarero. Todo el mundo le llama así en su cafetería. “Brayan, por favor, un café con leche”. La verdad es que no sabía si lo estaba llamando o insultando. Se compone Brayan el pelo hacia adelante por los lados y hacia arriba por el centro de su cabeza. Un elaborado peinado que adorna con una sonrisa segura. No sé cómo alguien conforma tanta seguridad llamándose Brayan. Cuando las chicas lo nombran el camarero se crece dentro de su escasa altura. No puedo evitar envidiar su bienestar de hombre pequeño en una seguridad grande con camiseta de tirantes.

Después y por casualidad he sabido por qué este chico sonríe abiertamente mirando a la vida por encima del hombro. Al parecer, Brayan recogía aceitunas este invierno y manejando unas pinzas se cortó dos falanges. Su empleador le dejó sin empleo, sin dedos y sin aceitunas. Creo que los olivos elevaron su protesta verde y sorda pero aun así los tres hijos del joven Brayan dejaron de beber leche y cacao otro mes. Hasta que ha encontrado trabajo en el bar y los niños desayunan y hasta cenan cosas ricas.



Todas las chicas que entran al bar son iguales. Tan iguales como siempre han sido las chicas a su edad. Cuando entran en la cafetería, miran al camarero y les invade una risa incontrolable solo por ver al camarero de los dedos rotos. ¡Ese peinado…! La imagen de Brayan delante del espejo cimentando ese encofrado produce ternura maternal para mí y supongo que deseo inconsciente en ellas. Entre todas juntan los céntimos para pagar los cafés y se lían con las monedas, se ríen, se confunden, se vuelven a reír, cuentan las monedas, se siguen riendo. Qué bien me lo pasaba yo cuando era así y qué pesada tenía que ser para quien estuviera en la barra de cualquier cafetería viéndome pagar un café con mis amigas y toda la risa del mundo.



Pues sí, Brayan les gusta. Inexplicablemente, se sienten atraídas por un chico con una vestimenta adherida a las siete capas de su piel. Les atrae un muchacho con madurez prematura que huele a cosmético de cuarto de baño con superpoblación femenina. Un hombre no puede oler así. Recuerdo a un hombre que me atraía pero que olía a un desodorante que se llamaba Tulipán Negro. Cuando me acercaba a él y olía el Tulipán Negro sentía que estaba bajo la axila de su madre y se me encogían las ilusiones.

Y Brayan tiene pinta de oler a la colonia de su madre mezclada con el intenso olor del suavizante de la ropa. Es decir, Brayan huele a mimos, a cuidados excesivos y a papillas blancas aún sin digerir. Las chicas se ponen el pelo hacia delante, después se lo colocan hacia atrás; otra vez el pelo hacia delante, se ríen, vienen, van. Al camarero le gusta, como no podía ser de otra forma, la chica que tiene más formas. Las otras dos guardan inocentes esperanzas sin captar aún que todo se reduce a una simple cuestión de volúmenes. No saben que aunque Brayan dibuje cara de pensar, no piensa nada. Nada de nada. “¿Qué te debo?”, le digo, “Uno veinte” me dice él. Este ha sido su máximo cálculo esta mañana. El café estaba bueno.


Por cierto, el señor mudo, el otro hombre con el que hablé esta mañana, me dijo que su hermano había muerto de una embolia repentina y que no hacía falta que fuera al entierro. También me dijo que me dará unas hojas de los lirios que tiene en su patio para ponerlas en agua. ¡Qué bien!