Ven, mi niña, cierra la puerta. Ya ha pasado todo.
Deja que te cure. Te bañaré y te limpiaré las heridas. Te han hecho mucho daño.
Mucho daño, mi niña. Nunca más habrá moscas alrededor de tu hambre. No
permitiré nunca más que alguien niegue tu nombre. Ven, mi niña. Siéntate. Habla
hasta que te duermas. Hoy dormirás tranquila en sábanas muy blancas. El
mismísimo John Lennon se sentará al piano y cantará para ti lo que le pidas
porque hoy guardará su mal genio.
Olvida tu empeño de hallar la raíz cuadrada del
cariño, la ecuación de la dignidad o la tangente del engaño. Descansa. Mi niña,
acuérdate de quién eres. La niña que contaba cuentos y que era muy buena en matemáticas. La niña que se reía de los hombres serios y que se ponía contenta entonando canto gregoriano. La niña que sabía astronomía y que dormía a la gente averiguando
las calaveras en sus caras. Ellas se dejaban tocar por tus manos pequeñas y
casi se dormían con tus caricias.
Ven, mi niña. Cierra la puerta que hay mucho jaleo
ahí fuera. Entiende que tus sueños vienen grandes a los cerdos enanos. Sé que
el realismo te hace polvo las cervicales; sé que ante problemas grandes solo se
te ocurren poemas pequeños. Cúrate de tanta sentencia razonada. Te llevaré de
la mano y rehabilitaré tu alegría. Un buen día, caminarás tú sola con tus
cábalas, abrirás tu agenda y encontrarás esa hermosa nación que es tu piel en
la que solo tú mandas.
Relato presentado en Café con Letras,
31 de Julio 2015
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