Debajo del inmenso cartel de Coca Cola que presidía una curva de la autovía, la mendiga había asentado su chabolo. Cuando salió de la cárcel no encontró a su familia. Sin embargo, no sintió angustia por la soledad. Viviría sola, como siempre, pero sin paredes y sin techo. ¡Sin paredes! Ahora nadie podría atrapar su intimidad bajo puertas con cerrojos. Tendría el Sol para ella sola todas las mañanas.
No tardó en localizar una cafetería donde un muchacho negro hacía un café estupendo. Allí compraba sus dos manzanas diarias y su café. La indigencia no la hundió en la indigencia. Después del café, se peinaba y se lavaba la cara con un jabón amarillo que olía a limón. Su jabón, su espejo, su manta y una radio eran sus grandes pertenencias bajo el cartel de esa universal gaseosa misteriosa.
Algunas noches, antes de cerrar la cafetería, el camarero añadía a su bolsa dos magdalenas que ella guardaba para todo el día. Una noche de verano el camarero la siguió hasta el pequeño campamento bajo el cartel anunciador. Se sentó con ella y abrieron unas cervezas: “¿de dónde eres?”, preguntó ella “de Madagascar” dijo él. Esa noche cenaron cerveza con una bolsa de pipas y, para celebrarlo, liaron dos cigarros. A él tampoco le gustaban las paredes y los techos. Después de unas horas sintiendo las ratas correr bajo las malas hierbas, él preguntó: “¿no te dan miedo las ratas?” y ella dijo: “No. No tengo miedo. ¿Te quedas a dormir o te llevo a casa?”
El chico de Madagascar se tumbó junto a ella y le contó que conocía una piscina muy grande donde irían a bañarse al día siguiente. Y le enseñaría un parque con pájaros rarísimos que viajaron con él desde África. “Y después, te llevaré a ver el mar”.
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