miércoles, 14 de octubre de 2015

Algunos gestos de la muerte

Sin gesto


Un hombre mayor moría en su cama. El agua que le daba su esposa para beber le caía lenta y tibia por el cuello. Quieto sobre la almohada todo paró a su alrededor. La hiedra trepadora de la muerte había amarrado su cuerpo a la cama. Las sábanas se volvieron frías y la inexpresiva muerte se llevó para siempre su mal genio con olor a tabaco.

Mujeres negras rezaron cientos de rosarios y lloraban hojas secas mientras los niños se convertían en moscas alrededor del cadáver imaginario. En aquel año aún no se veía bien la cara de la muerte.

La cara de la normalidad

Una mujer mayor también moría en su cama mientras dormía. Quería estar guapa para el día siguiente y se puso crema en la cara. Pero ella ya no tenía días. La casa se convirtió en un apeadero soleado en el que paró el tren en una estación de pueblo a cuarenta grados.

Le quitaron una sortija con cuidado para no hacerle daño sin entender que el dolor ya no era cosa suya. Desde entonces el verano sabe a muerte en esa casa. Ese año la muerte sí mostró su cara y lo peor es que no era desagradable. La muerte tenía una cara terriblemente normal. Una normalidad que heló el verano.

Severidad y ternura

Una niña paseaba cogiendo setas alrededor de los árboles. Riendo dulcemente comía todas las setas aunque le habían dicho que algunas eran venenosas. Comió flores negras, líquenes rojos, hongos con suspiros y lamió el manto de moho que cubría una roca afilada como un cuchillo.

La niña murió buscando un camino de regreso a casa entre los árboles. Pero como los árboles son muy egocéntricos sólo supo caminar en círculo. La muerte tenía una cara muy severa ese día, pero se adivinó cierta ternura entre sus cejas cuando dejó crecer fresas de los deditos morados de la niña.

Parsimonia

Un hombre no quería envejecer y por eso nunca movía las manillas del reloj hacia atrás. Llevado por sus extrañas teorías sobre el movimiento de los relojes, paralizó los relojes de arena organizando playas muertas en dos continentes de cristal. Restó luz a los relojes de Sol. La sombra de su aguja se volvió líquida y así nacieron las clepsidras. Manipuló los cronómetros con convincentes argumentos y les hizo engordar tanto que los segundos pesaban toneladas hasta que se colapsó la velocidad.

El hombre murió de locura encerrado en la enorme caja de un reloj de pared. Volvió así a un útero materno de madera donde sintió que el péndulo era el cercano corazón de su madre que le daba órdenes. La muerte le dio un manotazo seco como si desnucara a un animal. Era primavera y la muerte tenía en la cara tanta frescura como parsimonia.

La torpeza

Era octubre. La vida era marrón y verde y amarilla. Y la muerte insoportablemente blanca. Un vehículo blanco se detuvo en el centro de la carretera. Unos segundos después se produjo una colisión frontal. Alfred Hitchcock gustaba de inventarse mujeres necias e irritantes en sus películas. Para esta secuencia habría inventado al conductor del vehículo blanco que se detuvo en el centro de la nada.

Después de la colisión el aire no entraba en los pulmones. La inmovilidad blanca dentro del habitáculo esperaba al fuego que vendría después del humo blanco y denso. El silencio también denso avisaba de que quizá el corazón se doblaría sobre sí mismo. A lo mejor las piernas ya no se podrían mover.

El vientre dolía intensamente. Un segundo, otro segundo, el aire no entraba y el humo sabía a plástico quemado. Por fin se escucharon lamentos entre los airbags blancos. El vehículo era una jaula también blanca de la que no se podía salir. Más segundos, larguísimos segundos sin aire...

La muerte tenía para esta ocasión la cara insoportable de la torpeza. Un coche blanco entronizando su descarada ineptitud en el centro de la calzada; como si fuera una vaca exhibiendo esa impericia insolente que desquicia a los hombres templados. El joven conductor tenía la mano blanda y húmeda, o sea, lechosa, es decir, fatalmente blanca. La muerte entendió que había elegido mal atuendo para ese día y para no lucirse de esa guisa, se fue a casa. Cuando la muerte pasa muy cerca y sonríe se sienten escalofríos y después, calma, mucha calma.


                   


"¿Cuántas vidas vivimos?. ¿Cuántas veces morimos?. Dicen que todos perdemos 21 gramos en el momento exacto de la muerte, todos. ¿Cuánto cabe en 21 gramos? ¿Cuánto se pierde? ¿Cuándo perdemos 21 gramos? ¿Cuánto se va con ellos? ¿Cuánto se gana? ¿Cuánto....se gana? 21 gramos: el peso de 5 monedas de 25 centavos; el peso de un colibrí, de una chocolatina, ¿Cuánto pesan 21 gramos?"

21 Gramos, Alejandro González Iñarritu (2003)



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