Ese hombre era muy huraño. Vivía en una
pensión y en la mesa ejercía su mal gusto seleccionando sin pudor las mejores frutas,
las mejores piezas de carnes y pescados, examinándolas una por una sobre la
bandeja y llevando a su plato la más apetitosa. Él exigía el mejor lugar de la
mesa y solo él podía hablar durante la comida.
A tal punto llegó su tiranía de
mediodía que nadie quería comer a su lado, por lo que el hombre huraño terminó
comiendo solo pensándose soberano del ridículo territorio que abarcaba la
superficie de la mesa. Mucho tiempo pasó hasta que se percató de que no era el
rey de su mesa, sino tan solo un mendigo solo en una mesa abandonada por el
resto de comensales. Mientras él pretendía comer solo lo mejor y nada más que
lo mejor, los acompañantes fueron huyendo poco a poco a otras dependencias de la
pensión, de manera que todos los huéspedes acabaron exiliándose en la cocina.
En la cocina trabajaba una señora mayor y
tan bajita que su cabeza apenas podía asomarse a las sudorosas ollas que
hervían casi todo el día. Un día la señora pequeña de las ollas grandes puso un
mantel inmenso donde podrían comer cien, doscientos, todos los comensales que
quisieran comer rico. Los refugiados del comedor querían comer en paz sin
padecer los desprecios de ese señor mezquino que sentía la fuerte convicción de
su superioridad gastrointestinal sobre el resto de estómagos.
Pasó el tiempo y
la gobernanta del hostal ordenó servir la comida del comedor en una mesa
pequeña destinada a tan señorial estómago: un mantel pequeño, una jarrita de
agua pequeña y tan solo un servicio pequeño. Al terrateniente de los manteles
le dijo con dulzura y mano izquierda que se trataba de una mesa coqueta y
exclusiva a propósito para él y donde nadie más podría comer, ni desayunar, ni
cenar. El déspota de la lengua de oro quedó contento y pomposamente agradecido.
Pero un día saboreó esa soledad sin sal que había en la sombra de la mesa sola.
Como un refrito crudo por dentro, la independencia le sorprendió masticando
cartílagos de oveja vieja. Oyó la conversación agradable del resto de huéspedes
de la pensión y creyó ver en su plato cómo le señalaba el dedo inquisidor de una
garra de gallina. Oyó las voces de la señora mayor que reía mientras hablaba y
que trataba a los comensales con educada familiaridad. Y unas gotas de vinagre
cayeron en su café cuando escuchó el calor de la cocina. Almendras amargas,
tubérculos podridos y leche agria asaltaron su paladar cuando se dio cuenta de
que ya no podía comprobar si su filete era el más dorado. El hombre huraño ya no
podía saber si su guarnición de verduras era la mejor, ni si su trozo de pan
era el más tierno. No podía comparar su plato con el de los demás. Entonces
entendió que el pan compartido es el mejor y que la independencia, a fin de
cuentas, le resultaba amargamente insípida.
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