Mientras queden caminos......
Sale sola con
Jazz bien temprano a inventar juntos los caminos. Salen a ver las calles y a
otros perros amigos de Jazz. “¡Así conoces
gente!” y la risa se le escapa porque solo ella se entiende y ella sabe de
qué habla. Una mujer con un perro blanco la saluda, otra mujer con un perro
amorfo también la saluda. Jazz saluda según a quién. Laura y su perro conocen a
los perros del lugar y, de paso, a los amos de los perros. Y no al contrario.
Bien temprano y a
buen paso, resulta difícil seguirles. El campo les espera y Jazz lo sabe. Corre
y corre y sabe que su dueña y amiga lo llevará por donde los olivos son grandes
y el campo menos árido. Mientras él corre, ella piensa en sus alambres morados
y dorados para hacer brazaletes, en sus lanas de colores y en pulseras que te estrechan la mano y te saludan amablemente. Y la risa se le vuelve a escapar
inmensa.
Las
contrariedades van quedando en las bifurcaciones de los caminos que ella conoce
bien. Se sienta en una piedra grande y ve jugar a Jazz contento. Aquello que
soñó -porque Laura soñó- se va con las piedras que arroja a su perro para que
salga corriendo y regrese cansado.
Jazz y Laura vuelven a casa. Allí les esperan. Su trabajo dentro del hogar le obliga a ser tan
generosa que a veces se olvida de sí misma. Sin embargo, hay un hecho lógico-mágico
que persigue a Laura y que ella desconoce: si Eugene Ionesco hubiera conocido a
Laura habría escrito La Cantante Calva diez
veces más solo para oírla reír.
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