Estoy pintando un bisonte grande. Me gusta el tacto de la sangre en los dedos; calentarla entre mis manos y después, poco a poco, untarla en el techo de piedra. Mis hijas, Admira, Oleada, Altamira y yo pintamos todos los días. Algunas veces no podemos pintar porque retiramos los restos de carne que hay en las pieles de los animales. Secar las pieles es muy trabajoso pero abrigarnos con pieles es como abrigarnos con la memoria de la hierba que comieron los animales cazados. Las niñas y yo dormimos envueltas en enormes pieles de bisonte. Pasado un rato, los sueños de la manada se nos duermen en las manos y por la mañana solo tenemos que pintar sin más.
Antes de dormirnos miramos al techo de nuestra cueva y decidimos entre las cuatro qué vamos a pintar en cada hueco, en cada protuberancia y cómo lo pintaremos. Nuestras cuevas son preciosas. Y los deditos de mis niñas son también preciosos, con su precisión tan ingenua y acertada. Todo lo que pintan es increíblemente exacto y nuevo.
La madre de mi madre -que se llama Gloria- es una anciana que también pinta en la cueva. Gloria tiene las manos pequeñas y los dedos huesudos. El frío ha deformado su cuerpo y sus brazos no alcanzan el techo. Sin embargo, cuando las niñas alumbran la pared quemando tuétano de huesos, las manos de la anciana Gloria se estiran mágicamente pintando de color rojo bisontes que se mueven. Altamira pinta manos por las paredes. Un día todas apoyamos las manos en la piedra y ella pintó los perfiles de cada una en la pared. Es nuestra firma.
Soplamos carbón a través de huesos huecos para difuminar nuestros dibujos y para pintar siluetas. Fabricamos colores con sangre, tierra y carbón. Hacemos nuestros pinceles machacando juncos o ramas por los extremos hasta conseguir delgadas hebras vegetales. Y todo nos sirve para pintar.
Gloria, la madre de las pintoras, pintó hace años una cierva enorme. Ella la llamaba `la madre del mejor ciervo´. Cuando cazamos con los hombres traemos los animales muertos y sus últimos recuerdos se nos quedan en los hombros. Los animales muertos cuentan su historia con sus cicatrices o con la ausencia de heridas. Y todos, todos, infunden un profundo respeto tan pesado como su peso muerto. Todos poseen esa postura indescriptible de la dignidad absoluta. Por eso los pintamos.
Hemos pintado estrellas y lunas y hemos pintado ciervos llorando. En el futuro se entenderá que cuando Gloria pintaba con sus manos pequeñas bisontes corriendo, estaba pintando nuestra admiración por los compañeros de nuestra vida.
Los artistas preshistóricos podrían haber sido mujeres.
Según la publicación National Geographic, el arqueólogo Dean Snow analizó las huellas de las manos encontradas en ocho cuevas de Francia y España. Tras comparar la longitud de algunos dedos, ha determinado que el 75% de las huellas eran femeninas.
Los expertos determinaron, sin plantearse otra opción, que los autores de las pinturas rupestres eran principalmente hombres. Seguramente porque las mujeres solamente ejercían como meras mamíferas observadoras de su arte.
Sin embargo, en la documentación que encontramos sobre Altamira siempre se escriben textos como los siguientes, en los que no se cuestiona que fueron hombres los pintores. El lenguaje es muy elocuente:
“El descubrimiento de la cueva de Altamira suscitó una fuerte polémica entre los arqueólogos, ya que no creían que los hombres prehistóricos fueran capaces de hacer unas pinturas tan perfectas”
"La utilización del relieve en el techo para expresar mayor realismo es una característica del pintor de la Cueva de Altamira"
"....los medios que posee el hombre desde el Paleolítico superior para forjar símbolos orales realizables manualmente.»
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