sábado, 27 de junio de 2015
viernes, 26 de junio de 2015
El llanto era su Ley
Empezó a llorar sobre las 17,15 de la tarde. Su
impúdico llanto no disimulaba que esa tarde era muy especial para ella porque
recibiría una visita. Una peluquera fabricó en su melena rubia y larga numerosos rizos que,
bien dispuestos sobre la espalda, recordaban la imagen de un Cristo procesional
y morado con espinas de pasión. Los hechos que acuciaban su hígado atormentado
eran realmente graves. Enfermedades, soledades e ingratitudes decantaron un
barro finísimo en el que se bañaba una y otra vez hasta que sus propias
lágrimas adquirieron un perceptible olor a linimento. Si existiera un sentido
innato de la justicia este moriría de escándalo ante tanto dolor injusto. Tanto
lloraba que las lágrimas conocían los caminos de la pena y –obedientes- se
dirigían a un sumidero emocional que rebosaba compadecencia.
Rodeada de mandos a distancia, podía imaginarse
fácilmente una vida de parálisis sepultada en una cama algodonada. Su manejo de
los mandos a distancia denotaba su enfado constante con las cosas
desobedientes…y también con las personas desobedientes. Su enfado era propio de
quien recorre en dos segundos la distancia entre la tristeza y la ira: un
segundo para secarse las lágrimas y otro segundo para articular la acusación
que sustenta la ira. Arrojaba los mandos a distancia a una distancia imprudente
para solicitar después con pena que se los entregaran. En plena ira se entreveían ciertas posibilidades de movimiento que ella no tardaba en ocultar.
El alijo de medicinas olía a alcoholes podridos.
Sábanas con asepsia putrefacta. Aire limpio enmohecido. Mientras hablaba
llorando, echaba hacia atrás con brío larguísimos rizos que una paciente
peluquera había fabricado quién sabe con qué exigencias. Esa peluquera perfecta
para ella, que rizo a rizo, se volvió sorda por mera supervivencia. En esa
terrible postración del alma, en esa charca de agua insalubre, engordó un
enorme tubérculo de ego y se ahogó el famélico concepto del “tú”. "Tú" era un pronombre
prohibido, prohibitivo y proscrito en la ciénaga de los egos mórbidos.
La bendición del movimiento desapareció de esa
vida cuando ella degustó la miel de la silla de ruedas. La autoridad que
confiere el desvalimiento fue un gas letal para la acción. “¡Mira el Sol!.
¡Mira qué bonita es la tarde!. ¿Te apetece tomar una cerveza?” Quizá una copa
de ginebra le habría agitado las vísceras y le habría recordado la risa. “No puedo beber porque no tengo ácido
fosfórico en el cerebro”, entonces extraía de un caro bolso el bote de
ácido fosfórico. Hacia las 20,30 horas continuaba llorando. Llamó a la señora
que le servía y le ordenó preparar la cena. Se iría pronto a dormir. Sin
embargo, no imaginamos que antes de dormir y a solas en su cama esta mujer
continúe con su llanto. La verdad es que tan solo imaginamos plácidos
ronquidos.
domingo, 21 de junio de 2015
La suerte del nadador
Nadar hasta el agotamiento de los brazos descansa el agotamiento de la cabeza. Entrar en el agua como volviendo al útero materno y hundirse dulcemente como una piedra en un río. Cinco minutos nadando, las piernas se despiertan y el cuerpo se estira. Desaparece imágenes-alfileres, palabras con aristas y olores a desentierro. Todo se hunde en el agua azul de un olvido momentáneo. Bucear es placentero. Irse a otro mundo denso donde se oye la propia respiración como a la propia consciencia. La presión del agua en los oídos, aguantar la apnea el máximo tiempo posible…Todo es azul, suave, el agua suena a lejanías y todo es lento. Las noticias y desnoticias repetidas hasta taladrar los recuerdos del día, se disuelven en el agua como gotas de vinagre en un río de agua dulce. Se aguanta la apnea para disfrutar más tiempo del mundo tibio, de la placenta gigante.
Una brazada y otra brazada de buceo y el cuerpo se impulsa hacia arriba cubierto del aire que los pulmones habían aguantado. Habrá más gente que vive en estado de apnea voluntaria; en continuo estado de inmersión; buceo a pulmón libre fuera del mundo y de la información que deforma la paz del mundo propio. Un estado de aislamiento donde nadie puede introducir prejuicios, ni inducir al “despensamiento”.
La vida dentro del agua; vida de separación voluntaria de la comunicación, de la contaminación cerebral y la lobotomía de espectáculos adultos fabricados insultantemente para un público infantil. Y vivir esos días en que la luz del Sol entra en el agua y entonces crecen enormes lirios alargados dentro de la piscina o del mar. El Sol entra en el agua y suma al cuerpo una belleza que quizá no tenga. Una voz lejana recuerda estadísticas de desempleo e índices de variables macroeconómicas.
Una brazada, otra brazada, media hora en el agua. Hace un rato que el aire ya ha conseguido llegar al vientre bajo. Entonces, surge la paradoja del nadador: conseguir llenarse de aire, para mantenerse más tiempo en el agua. Al principio los brazos pesaban, pasado un rato se adormecen y continúan apartando agua. Desaparecen las noticias de impacto, los líderes sonrientes, la oficialidad y sus calumnias. Se hunden pesados y negros. El recuerdo de una gota roja queda en el agua. Al final, el nadador solo quiere oír la propia respiración y vivir en un buceo constante, dentro del agua donde el sonido y la comunicación son lentos, mucho más lentos. Nadie molesta.
El Nadador, Frank Perry
Del director Frank Perry, rodada en 1.968. Para unos la película es el viaje del protagonista a través de las piscinas de sus vecinos, hasta su casa; para otros es un viaje inverso del hombre maduro hasta el útero materno; un viaje de Ulises hasta Ítaca. En definitiva, sólo hay que verla. A lo mejor no hay viaje sino la pérdida de un hombre que sólo se encuentra a sí mismo dentro del agua. Que disfrutés este trailer.
viernes, 19 de junio de 2015
Juanita Reina: Tú Eres Mi Marío (Serie Rarezas)
Sirva esta copla de Juanita Reina para servir una sonrisa después de la entrada Una visita al gestor. La versión de Martirio en la sala Galileo Galilei también es muy buena. Se recomienda no perderse un verso.
Una visita a la gestoría
Ese hombre olía mal y
tenía la mirada huidiza. No miraba a los ojos y exageraba sus gestos. Esa
mañana hablaba a gritos en la gestoría como si le oyeran cien hombres sabios.
Y, a veces, parecía percatarse de que sólo le escuchaban dos trabajadoras que
para él no tenían la menor importancia. Sacaba un pañuelo arrugado entre blanco
y marrón y se limpiaba el sudor de la cara. Su olor calaba hondo en la plomiza
mañana de verano profundo.
Era una persona de las
que hablan muy cerca. Su mirada oblicua no impedía su incómoda proximidad
física. Incluso cogía los documentos de la mesa con sus manos marrones,
coronadas con uñas negras, se chupaba un dedo y hojeaba el expediente que había
en la mesa. Nadie volvería a tocar ese expediente. Olía a resaca y a sueño y,
aún así, no dejó de acercar su cara a sus interlocutores. Sus pies eran
pequeños. Llevaba unas zapatillas de deporte grisáceas y unos calcetines
también grises.
Hacía años que se
rumoreaba que le había arrancado media oreja a su mujer porque ella se negó a
sus presuntos deberes maritales. Vociferaba –razonaba, según él- que tan solo
quería “hacer la vida con su mujer”;
que “llevaba derecho como marido” y
que por eso y sin querer mordió en la oreja a su esposa. El bocado del asco; la
mordedura de cien culebras; la picadura de mil moscas verdes. “A ver quién no muerde a la mujer alguna vez” y reía con esa picardía con que
sólo ríen las hienas humanizadas. Su mujer sacaba facturas de una carpeta azul
mientras él explicaba todo a quien no le había pedido explicaciones de nada. Él
solo le pidió a su mujer que le hiciera la cena. Sujetándola por el brazo, la
obligó a subir a la casa mientras le insultaba y le gritaba.
A pesar de su rudeza,
no había perdido los ademanes de niño. Más que una persona era un niño
engordado; un tubérculo infantil regado y necrosado; un bebé hambriento que, en
lugar de llorar, había aprendido a hablar. Por eso no medía ni sus gritos ni la
disonancia que marcaba toda su persona.
Cuando la auxiliar
administrativo le pidió que firmara un documento, preguntó mientras sacaba la
lengua y reía “¿hay que chupar el boli?”
nadie contestó. La mirada de su mujer serpenteaba debajo de la mesa y a veces
se perdía siguiendo los cables de cualquier ordenador. Ella se tapaba los
cardenales del brazo creyendo firmemente en la transparencia o irrelevancia de
su persona. El hombre de los pies pequeños, se levantó caballerosamente con su
pañuelo blanco en la mano cuando llegó el gestor y corrió a rendirle pleitesía
estrechándole las manos con su mano marrón. Acercándole mucho la cara le dijo: “me voy con esta, que todavía no he cenado” No dijeron adiós.
domingo, 14 de junio de 2015
Disparo de primavera
La
primavera es insalubre para las aves nocturnas. Sólo la primavera, sin horas
sumadas, parece una subida de metanfetamina con su posterior bajada a los
infiernos de la insolación impuesta. Con fuertes efectos secundarios para noctámbulos, la primavera es exceso de estimulación para quienes militan en las
filas de la sensibilidad. Cualquier primera página de la Red arroja una modelo
larguísima que dice que en esta primavera se llevan los colores flúor. Una infección
de colores sin protector de pantalla. Más colores no, por favor.
La primavera es una pandemia de adolescencia que acentúa la traición de las hormonas. Produce un explosivo cóctel de oligofrenia, con alucinaciones de amapolas recién exprimidas. Primavera y hormonas que convierten a las almas prácticas en niños terminales. Adolescencia generalizada que produce pústulas en la piel y necrosis en la ingenuidad. La gente regresada a aquella edad exuda un deseo sexual inédito que parece secreto. Sin embargo, es tan público, impúdico y evidente que parecen coches alegres arrojando panfletos en plena Transición. Es la primavera de cada vida. Una dolorosa estación en que hay que parir a todas las flores y hay que editar todas las hojas a pesar del orgullo de los árboles.
En
la radio continúan hiriendo las noticias de riadas de hombres negros encaramados
en la alambrada de Occidente. Deben conocer tantas especies de miserias como
especies de insectos cuentan los entomólogos. A la primavera la pasan de
vueltas sumándole una hora de Sol. Más cocaína de luz para cada día. Sobredosis
de estímulos mientras los noctámbulos inventan el número exponencial de las
sombras. Primavera aberrante, sangrante, reluciente, deslumbrante.
Huele
a vela recién quemada y piel recién descubierta. La primavera vuelve del revés
el sentido común si alguna vez estuvo recto. Demasiadas horas de día. El caos
instala su orden en las semanas de primavera. Nadie está exento de sus efectos:
el hambre a deshora, el sueño a deshora, las ideas, los amores y cien besos a
deshora.
Bucear en Ruidera
Este corto ha sido realizado por José Antonio Valverde Riaza, se llama Un trocito de Ruidera. Interpreta de una forma muy especial el paisaje del agua. Esto fue lo que vi en mi bautizo de buceo. Que lo disfrutéis.
jueves, 11 de junio de 2015
Insultante Directora de Informativos
Por si las moscas, por si fuera cierto que hay tendenciosidad, por
rigurosidad, por aquello de que es mejor un juicio propio y por si las moscas
otra vez, para opinar sobre la Directora de Informativos de Televisión Castilla
La Mancha, Victoria Vigón nada mejor que escuchar la grabación publicada,
aunque sus palabras se encuentren fuera de contexto. Y escuchándola asalta una
primera impresión que pasa desapercibida ante el elevado tono del improperio.
Mucho nos tememos que esta niña está imitando aquello que ya ha visto en alguna
estrella del periodismo nacional.
Su voz es impostada, aprendida y fingida. Su histeria también es
impostada, y sus ademanes de directora son tan solo ademanes. Entre gritos,
“¡coño, joder, cojones!” se adivina que quiere actuar como Directora y que
confunde la autoridad con “matar a alguien son sus propias manos”. Cierto es
que en el trabajo cualquiera, en su sano o insano juicio, ha tenido gana de
matar a alguien con sus propias manos, y con las manos recién cortadas de otro
también. El problema está en vociferarlo sin pasión. Esta niña no tiene pasión
en el enfado y se le nota. No está enfadada sino que finge estarlo y que además
cree que es así la forma correcta de ejercer como Directora. Esto es lo malo.
“¡De luto llevo las bragas!”, no. No son las bragas lo que lleva de luto, sino
el pañal. Cuántos niños y niñas malcriados y sin una trayectoria vital han sido
entronizados como altos cargos en estamentos sociales e institucionales y
ejercen lo propio e impropio con maneras de dictadorcillos. Niñatos que no han
sufrido y que, por lo tanto, no han visto el barro, ni la vida, ni la
contrariedad. Este es el problema.
Que Victoria Vigón la emprenda a manotazos con la peluquera de la
televisión autonómica porque el peinado se le antoje “una puta mierda” es la
culminación de la enorme montaña de basura acumulada por este régimen en
decenios de nepotismo. Victoria Vigón, la niña de “gilipollas, joder, coño,
coño”, solo sabe mandar con necias maneras, porque no entiende la diferencia
entre dirigir y mandar. Esta flagrante equivocación es responsabilidad suya y
simultáneamente responsabilidad por culpa in eligendo y culpa in vigilando de
quienes la nombraron primero y de quienes no la cesaron después. Y es que,
supongamos que Victoria Vigón estuviera rodeada de incompetentes e ineptos. Ni
siquiera a un inepto hay que gritarle ni insultarle. Para resolver las
negligencias en el trabajo se inventaron los procedimientos disciplinarios.
Cuanta más capacidad de mando se posee más innecesarios son los gritos, los
insultos, el mobbing, y los atentados contra la dignidad. Debe ser que Victoria
Vigón aprendió a ser directora con alguien muy mal educado.
martes, 9 de junio de 2015
La casa de la soledad
Sólo había una ventana por
donde se veía el mar. El pueblo quedaba a la espalda de la casa y ninguno de
sus moradores había tenido nunca la curiosidad de bajar al pueblo a conocer a
sus gentes.
La soledad reinaba en la casa
de tal forma que, aunque fueran muchas las personas que allí vivían, todas
ellas se sentían solas y deseaban que este sentimiento durara toda la vida.
Tenían muy pocas
pertenencias. Apenas un manto y un cuenco. Las mujeres guardaban en sus cuencos
los recuerdos. Allí los ponían a secar como flores recién cortadas. Y cuando
los pétalos estaban lo suficientemente secos y olvidados, los echaban al mar
como si el mar fuera una inmensa memoria, un insondable panteón para los
recuerdos que flotaban como papel entre las olas.
El manto envolvía las
vanidades de cada una de ellas. Y cuando paseaban parecían lirios blancos. La
soledad envuelta en compañía por una tarde. Muchas soledades sumadas y restadas
a sus propias personas que nunca dejaron de ser solas y unidas a sí mismas.
Un día llegó a la casa el
sentimiento del abandono vestido con botones de oro. Un niño con zapatos de
almirante. Un niño con la cara muerta de necesidad. Un indigente del cariño. El
abandono abandonado en la nieve.
Las mujeres no tenían nada
salvo a sí mismas. Por eso no entendían que alguien necesitara algo más.
El niño había aprendido en
una feria lejana a ser ilusionista y prestidigitador. Y entretuvo a cada mujer
con ingeniosos trucos de magia. A una mujer le regaló un velo rojo que no
acababa nunca. Lo sacó de entre las piernas de la mujer entonando la canción
más antigua. El velo era la extensión justa de su sangre y le serviría para ser
inmortal. La mujer puso el velo en su cuenco y lo dejó secar.
Otra tarde entregó a otra
mujer la brújula mágica que conseguiría guiarla hasta su primer recuerdo. Ella
ya sabía que su primer recuerdo era el de una gran campana que cantaba cerca de
su estanque templado. Ella sabía que su primer recuerdo era el sonido del
corazón de su madre ordenándole vivir mientras ella flotaba en un oscuro
universo placentario. Sin embargo, y pese a que este recuerdo la llenaba de
felicidad, puso la brújula en su cuenco y la dejó secar.
Finalmente, una noche entregó
a una tercera mujer el perfume más sofisticado que había en la tierra. El niño
se hirió las manos y dejó caer su sangre en las manos de la mujer, justo
durante el tiempo que duraba una letanía honda cantada por hombres con deseo.
Con este ancestral juego de magia el niño consiguió que de entre las manos de
la mujer naciera un manantial azul que olía a las manos de su padre cuando le
acariciaba el pelo. Este recuerdo la hacía infinitamente feliz. Pero aún así,
una noche dejó el perfume en su cuenco y lo dejó secar.
El niño continuaba sintiendo
el desamparo como si su cama estuviera colgada en el techo de un inmenso salón
y las velas zarandearan sus llamas según el siniestro vaivén de su cama. Y
lloró tanto que ni el velo, ni la brújula ni el perfume se secaron después de
cien días.
Un día una mujer sintió que
la soledad empezaba a dolerle. No había conseguido olvidar sus recuerdos y
estos le produjeron llagas y pústulas por todo el cuerpo. Llevada por la ira,
arrancó al niño sus preciosos botones de oro y los echó al mar. Y las olas
arrojaron espumas negras. Una inmensa marea negra inundó la región. Eran los
recuerdos del niño. Al poco, empezó a olvidar la magia que utilizaba para la
compraventa de cariño y la soledad se le volvió exquisitamente dulce.
Las mujeres le prepararon un
cuenco para que él también secara sus flores muertas. Y un manto para
envolverle la vanidad, que se olvidara de sí mismo y así vivir los días como
hacían los lirios.
La casa se volvió sola otra
vez. Una soledad que olía igual que el mar cuando se despierta.
Dos caracolas de más
Me hablaba
de justicia y de codicia mientras calculaba el diez por ciento del valor de la
segunda caracola. Me contó que esta caracola estaba pulida y que la playa donde
la recogieron es una playa salvaje y limpia. “Entonces –pensé- no debería calcular una rebaja sobre un precio tan bajo”. Ahí estaba ese hombre
trasnochado, con sus cálculos y usuras, hablando de Buda en vano, mientras a mí
me sobraba un corazón enorme que puse también en rebajas. Me había echado al
mar y entré en su establecimiento a encontrar caracolas inertes. Me arrojé a un cielo
de colores y en la caída sentí un vértigo placentero. Pero la realidad se me
presentó en forma de proceso civil sin complicaciones; realidad sin música
nueva. Me pesaba el bolso y los zapatos eran las cajas fuertes de dos ángeles
temerarios.
Unos
elefantes hilvanados en guirnaldas querían parecer bonitos. Seguramente el
objeto imitado era tan bonito que cientos de hippies aún enferman en playas
rojas. Había cajas de muchas formas, telas, vestidos, bolsos y, seguramente
todo era bonito. Pero los ojos no me respondían a la presunta belleza porque el
local todavía olía a fábrica con muchas mujeres chinas trabajando todas las
horas haciendo elefantes ensartados en guirnaldas. Máscaras africanas; marfil;
quincalla. Cómo me gustan las sortijas grandes como las que llevaban los
clérigos supremos, besadas y besadas mil veces.
Di vueltas
a duras penas por la tienda oscura con pasillos estrechos. Allí estaban por fin
mis caracolas. Una niña me dijo que en estas caracolas no se oye el mar.
“Lógico - pensé cuando me lo dijo- nadie espera al mar en el tugurio de un
avaro con inciensos” Nadie dijo algo amable ese día. Me fui de allí con dos
caracolas de más y algunas palabras de menos.
jueves, 4 de junio de 2015
Trabajo y delirio
Ella
llegaba la primera a la oficina del Juzgado de Paz. Subía con dificultad las
dos plantas hasta llegar al hall luminoso y blanco. Su llave era importante.
Tan importante como ella. Abría con importancia la puerta importante por donde
se accedía a un pequeño pasillo y entonces asía otra llave más importante aún
que la anterior: esta llave abría el despacho del Juez de Paz.
Una
estantería, una mesa, unas sillas y un antiguo pero muy importante ordenador.
Ella se sentaba a la derecha del pequeño Juez de Paz como si se sentara a la
derecha del Padre con un jersey más o menos caro. Cuando recibían declaración a
las partes comparecientes en un procedimiento, ella sacaba de un cajoncillo con
parsimonia un sello con un estuche de tinta importante. El pequeño Juez de Paz
golpeaba con soltura e importancia sus tres dedos hábiles sobre el teclado.
Mientras, ella frotaba con delectación el sello contra la almohadilla de tinta.
Casi con lujuria, presionaba de forma circular ese tampón sobre la esponja para
que se empapara bien del ungüento. Justo en el preciso instante en que el sello
se estampara en el papel, se produciría el clímax laboral de la mañana. Un
sello oficial, importante, redondo y bonito.
Mientras
contoneaba el sello sobre la almohadilla de tinta azul, ella sentía una subida
de oficialidad y su mirada se abstraía con una sonrisa lejana y leve. Una
apostura de suficiencia y sabiduría redondeaba el grandísimo paréntesis de su
orondo cuerpo. Cuando la impresora expelía el documento ella cambiaba de tarea.
Era entonces cuando del cajoncillo extraía misteriosamente un bolígrafo azul
marca Bic, modelo Cristal y matrícula sin identificar. Con la soberbia que
confiere el servilismo, acariciaba el bolígrafo como si el pequeño Juez de Paz
fuera a firmar un Tratado Internacional.
Quitaba
la capucha azul del bolígrafo, descubría impúdicamente la brillante punta del
adminículo y, con soltura y destreza encajaba la citada capucha en el otro
extremo del boli. A continuación, se lo daba al pequeño juez quien -siguiendo
la liturgia- esperaba a que ella estampara el sello sobre el documento lentamente,
sin prisa, a fuego lento. Y así era como un simple folio quedaba preñado por el
santo espíritu de la oficialidad. Mediante el sello se había producido la
transfiguración de una simple hoja de papel en una nueva criatura
administrativa que saldría al mundo jurídico para circular por el tráfico
procesal.
El
milagro de la vida se completaría con la firma del pequeño juez cerca del
sello. Así pues, la mano blanca e impoluta se elevaba unos centímetros sobre el
papel y empezaba a dibujar en el aire pequeños círculos antes de iniciar la
escritura. Cuando, por casualidad y desdén, se posaba sobre el folio la mano
dibujaba una firma preciosa y finísima. Así debió ser la firma de Dios cuando
rubricó el mundo. En esa firma debió pensar Miguel Ángel cuando terminó la
Capilla Sixtina. Esa debió ser la firma del big-bang. La felicidad se pasea por
las curvas de esa rúbrica.
Una
vez concluido el acto, ella cubrió la punta de tinta del bolígrafo con su
capucha azul como si tapara un sagrario con el Santo Grial en sus adentros.
Cerró la cajita de la tinta almohadillada y la guardó con el tampón, aún
húmedo, dentro del cajoncillo de la mesa. Todo había concluido.
Después
de la labor de ese día decidieron tomarse un merecido descanso y marcharon con
esa sensación que solo proporciona el deber cumplido, a ingerir un café con unos
churros enormes a un acogedor bar del pueblo. Ella respiró hondo: era feliz.
Ella
llegaba la primera a la oficina del Juzgado de Paz. Subía con dificultad las
dos plantas hasta llegar al hall luminoso y blanco. Su llave era importante.
Tan importante como ella. Abría con importancia la puerta importante por donde
se accedía a un pequeño pasillo y entonces asía otra llave más importante aún
que la anterior: esta llave abría el despacho del Juez de Paz.
Una
estantería, una mesa, unas sillas y un antiguo pero muy importante ordenador.
Ella se sentaba a la derecha del pequeño Juez de Paz como si se sentara a la
derecha del Padre con un jersey más o menos caro. Cuando recibían declaración a
las partes comparecientes en un procedimiento, ella sacaba de un cajoncillo con
parsimonia un sello con un estuche de tinta importante. El pequeño Juez de Paz
golpeaba con soltura e importancia sus tres dedos hábiles sobre el teclado.
Mientras, ella frotaba con delectación el sello contra la almohadilla de tinta.
Casi con lujuria, presionaba de forma circular ese tampón sobre la esponja para
que se empapara bien del ungüento. Justo en el preciso instante en que el sello
se estampara en el papel, se produciría el clímax laboral de la mañana. Un
sello oficial, importante, redondo y bonito.
Mientras
contoneaba el sello sobre la almohadilla de tinta azul, ella sentía una subida
de oficialidad y su mirada se abstraía con una sonrisa lejana y leve. Una
apostura de suficiencia y sabiduría redondeaba el grandísimo paréntesis de su
orondo cuerpo. Cuando la impresora expelía el documento ella cambiaba de tarea.
Era entonces cuando del cajoncillo extraía misteriosamente un bolígrafo azul
marca Bic, modelo Cristal y matrícula sin identificar. Con la soberbia que
confiere el servilismo, acariciaba el bolígrafo como si el pequeño Juez de Paz
fuera a firmar un Tratado Internacional.
Quitaba
la capucha azul del bolígrafo, descubría impúdicamente la brillante punta del
adminículo y, con soltura y destreza encajaba la citada capucha en el otro
extremo del boli. A continuación, se lo daba al pequeño juez quien -siguiendo
la liturgia- esperaba a que ella estampara el sello sobre el documento lentamente,
sin prisa, a fuego lento. Y así era como un simple folio quedaba preñado por el
santo espíritu de la oficialidad. Mediante el sello se había producido la
transfiguración de una simple hoja de papel en una nueva criatura
administrativa que saldría al mundo jurídico para circular por el tráfico
procesal.
El
milagro de la vida se completaría con la firma del pequeño juez cerca del
sello. Así pues, la mano blanca e impoluta se elevaba unos centímetros sobre el
papel y empezaba a dibujar en el aire pequeños círculos antes de iniciar la
escritura. Cuando, por casualidad y desdén, se posaba sobre el folio la mano
dibujaba una firma preciosa y finísima. Así debió ser la firma de Dios cuando
rubricó el mundo. En esa firma debió pensar Miguel Ángel cuando terminó la
Capilla Sixtina. Esa debió ser la firma del big-bang. La felicidad se pasea por
las curvas de esa rúbrica.
Una
vez concluido el acto, ella cubrió la punta de tinta del bolígrafo con su
capucha azul como si tapara un sagrario con el Santo Grial en sus adentros.
Cerró la cajita de la tinta almohadillada y la guardó con el tampón, aún
húmedo, dentro del cajoncillo de la mesa. Todo había concluido.
Después
de la labor de ese día decidieron tomarse un merecido descanso y marcharon con
esa sensación que solo proporciona el deber cumplido, a ingerir un café con unos
churros enormes a un acogedor bar del pueblo. Ella respiró hondo: era feliz.
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