Ciento veinte escalones sumaron para llegar a un campanario donde las palomas estaban locas. Su enajenación llegó a tal extremo que se quedaron quietas sobre una piedra negra. Nadie sabía que no se moverían hasta que terminara la última vibración de la última campanada que dio Mr. Hyde en el último de sus arrebatos. Llegó enfurecido por un amor que nunca empezó y golpeó la campana con tal fuerza que todos los pájaros se volvieron de colores vivos y sangrantes. Los cazadores no tardaron en verlos y mataron a todos los faisanes del lugar. Dicen que desde entonces las coristas lucían lindas boas y que los hombres se emborrachaban más deprisa sólo con mirarlas.
Ciento veinte escaleras tenían las ciento veinte torres que subieron los investigadores equivocados buscando a las palomas neuróticas que se quedaron quietas. Nadie sabía cómo llegar a la torre del desamor dulce de Mr. Hyde salvo su gato azul. Cuando el gato de Mr. Hyde tomaba el Sol la ventana goteaba té con ginebra sobre las plantas de un ordenado y disciplinado vecino quien se preocupó seriamente porque se percató de que eyaculaba ilegalmente cuando soñaba que tomaba curvas a más de ciento veinte.
El contable que vivía en el apartamento de enfrente contemplaba al gato de Mr. Hyde todas las tardes. Cuando el auditor visitó la empresa del contable observó que todos los saldos arrojaban ciento veinte inputs de tiempo azul, con folios azules y con peces azules; ciento veinte proveídos de dulce de frutas para una fábrica de sillas colgadas de los árboles y ciento veinte outputs de computadoras contadoras de unidades individualizadas de la Nada. Ciento veinte kilómetros de soledad cálida componen la unidad de la templanza, el sueño y los sueños en que se bajan ciento veinte escalones hasta llegar al vientre donde duermen las palomas que vuelan.
Cuando
se aprende una palabra nueva parece que se estrena el aire otra vez. Solipsismo: forma radical del subjetivismo. No hay que temer a las palabras
nuevas; ni a las frases nuevas que forman las palabras nuevas; ni al lenguaje
nuevo que nace de las frases nuevas ni, en definitiva, al pensamiento nuevo que
nace del lenguaje nuevo.
El
humo de las palabras
Había
un niño a quien le gustaba repetir sus palabras nuevas a la gente: “una micra es una cosa muy pequeña. Micra,
micra, micra” Pero la gente no se sorprendía de las palabras nuevas tanto
como él. Por eso, tuvo que aprender que en ocasiones las palabras nuevas causan
miedo, burla o simplemente indiferencia. Como si quemara todo el miedo del
mundo en sus hogueras la Santa Inquisición quemó miles de libros; miles de
personas, con sus ideas y sus hijos, con sus recuerdos y sus madres; juzgó y
quemó el alma humana, el alma de los niños con palabras nuevas, sin entender
que el humo la hizo expandirse aún más. Quemó el pensamiento como si quemando
páginas se quemaran las palabras. “Enfiteusis:
un derecho sobre una superficie de tierra”
Un
necio se ríe
¿Quién
no ha visto alguna vez a un necio reírse de una palabra nueva? Si el miedo a
las palabras nuevas es temible, más temible es la risa. La risa del necio es
contagiosa y, en principio, parece inocua pero es ácido corrosivo para la
comunicación. Esa risa que consolida y reafirma al necio en su necedad; esa
risa que legitima la ignorancia como estética de una ética mezquina; esa risa
que despide a la innovación, al aire fresco, a las ideas nuevas. Esa risa
grasienta ante las palabras nuevas se ha instalado en la colectividad de tal
manera que cualquier atisbo de novedad hace saltar las alarmas de la ignorancia
cómoda y acomodada. “Tensioactivo:
cualidad de una molécula”
Y
cuando las palabras nuevas dejan de aflorar y de manejarse por la sociedad, la
sociedad se vuelve más gris, más tibia, menos alegre, menos ingeniosa. Menos
palabras, más oscurantismo, más inmovilismo, menos risa, ¡menos risa!
Estrenando el silencio
El
niño que estrenaba palabras como si estrenara juguetes aprendió también a
estrenar silencios. Los silencios, igual que las palabras nuevas, también son
nuevos cada vez que se producen y también se producen frases de silencio,
lenguaje de silencio y, en consecuencia, existe un pensamiento del silencio. Cuando
el silencio es acompañado de fanfarrias, luces de colores, gritos y campanadas,
deberían encenderse las alarmas de la involución, la pereza y la tristeza
social. “Sinécdoque: alteración del
significado de las palabras por la que se menciona la parte por el todo o
viceversa”
La
primera respiración de la humildad
La
primera vez que el niño se percató de la risa necia se enfadó mucho. El enfado
por la incomprensión le duró hasta la adolescencia. En el río apasionantemente
hostil de la adolescencia se enamoró de la contracorriente y aprendió a
escribir, estudiar, escribir y volver a estudiar. La humildad se presentó como
ese vestido de primera comunión que uno debe ponerse ante cada palabra nueva.
Cada palabra necesita su primera respiración, su primera pronunciación, su
primera comprensión por quien la dice y, finalmente, la alegría del alma: el
entendimiento de quien la recibe. Solo se trata de escuchar, aprender, tomar
aire y pronunciar lo aprendido: es como la vida.
Un
hombre mayor moría en su cama. El agua que le daba su esposa para beber le caía
lenta y tibia por el cuello. Quieto sobre la almohada todo paró a su alrededor.
La hiedra trepadora de la muerte había amarrado su cuerpo a la cama. Las sábanas
se volvieron frías y la inexpresiva muerte se llevó para siempre su mal genio con
olor a tabaco. Mujeres negras rezaron cientos de rosarios y lloraban hojas
secas mientras los niños se convertían en moscas alrededor del cadáver
imaginario. En aquel año aún no se veía bien la cara de la muerte.
La cara de la normalidad
Una
mujer mayor también moría en su cama mientras dormía. Quería estar guapa para
el día siguiente y se puso crema en la cara. Pero ella ya no tenía días. La
casa se convirtió en un apeadero soleado en el que paró el tren en una estación
de pueblo a cuarenta grados. Le quitaron una sortija con cuidado para no
hacerle daño sin entender que el dolor ya no era cosa suya. Desde entonces el
verano sabe a muerte en esa casa. Ese año la muerte sí mostró su cara y lo peor
es que no era desagradable. La muerte tenía una cara terriblemente normal. Una
normalidad que heló el verano.
Severidad y ternura
Una
niña paseaba cogiendo setas alrededor de los árboles. Riendo dulcemente comía
todas las setas aunque le habían dicho que algunas eran venenosas. Comió flores
negras, líquenes rojos, hongos con suspiros y lamió el manto de moho que cubría
una roca afilada como un cuchillo. La niña murió buscando un camino de regreso
a casa entre los árboles. Pero como los árboles son muy egocéntricos sólo supo
caminar en círculo. La muerte tenía una cara muy severa ese día, pero se adivinó
cierta ternura entre sus cejas cuando dejó crecer fresas de los deditos morados de
la niña. Parsimonia
Un
hombre no quería envejecer y por eso nunca movía las manillas del reloj hacia
atrás. Llevado por sus extrañas teorías sobre el movimiento de los relojes, paralizó
los relojes de arena organizando playas muertas en dos continentes de cristal.
Restó luz a los relojes de Sol. La sombra de su aguja se volvió líquida y así nacieron las clepsidras. Manipuló los cronómetros con
convincentes argumentos y les hizo engordar tanto que los segundos pesaban
toneladas hasta que se colapsó la velocidad. El hombre murió de locura
encerrado en la enorme caja de un reloj de pared. Volvió así a un útero materno
de madera donde sintió que el péndulo era el cercano corazón de su madre que le
daba órdenes. La muerte le dio un manotazo seco como si desnucara a un animal.
Era primavera y la muerte tenía en la cara tanta frescura como parsimonia. La torpeza
Era
octubre. La vida era marrón y verde y amarilla. Y la muerte insoportablemente
blanca. Un vehículo blanco se detuvo en el centro de la carretera. Unos
segundos después se produjo una colisión frontal. Alfred Hitchcock gustaba de
inventarse mujeres necias e irritantes en sus películas. Para esta secuencia
habría inventado al conductor del vehículo blanco que se detuvo en el centro de
la nada. Después de la colisión el aire no entraba en los pulmones. La inmovilidad
blanca dentro del habitáculo esperaba al fuego que vendría después del humo
blanco y denso. El silencio también denso avisaba de que quizá el corazón se
doblaría sobre sí mismo. A lo mejor las piernas ya no se podrían mover. El
vientre dolía intensamente. Un segundo, otro segundo, el aire no entraba y el
humo sabía a plástico quemado. Por fin se escucharon lamentos entre los airbags
blancos. El vehículo era una jaula también blanca de la que no se podía salir.
Más segundos, larguísimos segundos sin aire... La muerte tenía para esta ocasión
la cara insoportable de la torpeza. Un coche blanco entronizando su descarada ineptitud en el centro de la calzada; como si fuera una vaca exhibiendo esa impericia insolente que desquicia a los hombres templados. El
joven conductor tenía la mano blanda y húmeda, o sea, lechosa, es decir,
fatalmente blanca. La muerte entendió que había elegido mal atuendo para ese
día y para no lucirse de esa guisa, se fue a casa. Cuando la muerte pasa muy
cerca y sonríe se sienten escalofríos y después, calma, mucha calma.
"¿Cuántas vidas vivimos?. ¿Cuántas veces morimos?. Dicen que todos perdemos 21 gramos en el momento exacto de la muerte, todos. ¿Cuánto cabe en 21 gramos? ¿Cuánto se pierde? ¿Cuándo perdemos 21 gramos? ¿Cuánto se va con ellos? ¿Cuánto se gana? ¿Cuánto....se gana? 21 gramos: el peso de 5 monedas de 25 centavos; el peso de un colibrí, de una chocolatina, ¿Cuánto pesan 21 gramos?"
Ese hombre era muy huraño. Vivía en una
pensión y en la mesa ejercía su mal gusto seleccionando sin pudor las mejores frutas,
las mejores piezas de carnes y pescados, examinándolas una por una sobre la
bandeja y llevando a su plato la más apetitosa. Él exigía el mejor lugar de la
mesa y solo él podía hablar durante la comida.
A tal punto llegó su tiranía de
mediodía que nadie quería comer a su lado, por lo que el hombre huraño terminó
comiendo solo pensándose soberano del ridículo territorio que abarcaba la
superficie de la mesa. Mucho tiempo pasó hasta que se percató de que no era el
rey de su mesa, sino tan solo un mendigo solo en una mesa abandonada por el
resto de comensales. Mientras él pretendía comer solo lo mejor y nada más que
lo mejor, los acompañantes fueron huyendo poco a poco a otras dependencias de la
pensión, de manera que todos los huéspedes acabaron exiliándose en la cocina.
En la cocina trabajaba una señora mayor y
tan bajita que su cabeza apenas podía asomarse a las sudorosas ollas que
hervían casi todo el día. Un día la señora pequeña de las ollas grandes puso un
mantel inmenso donde podrían comer cien, doscientos, todos los comensales que
quisieran comer rico. Los refugiados del comedor querían comer en paz sin
padecer los desprecios de ese señor mezquino que sentía la fuerte convicción de
su superioridad gastrointestinal sobre el resto de estómagos.
Pasó el tiempo y
la gobernanta del hostal ordenó servir la comida del comedor en una mesa
pequeña destinada a tan señorial estómago: un mantel pequeño, una jarrita de
agua pequeña y tan solo un servicio pequeño. Al terrateniente de los manteles
le dijo con dulzura y mano izquierda que se trataba de una mesa coqueta y
exclusiva a propósito para él y donde nadie más podría comer, ni desayunar, ni
cenar. El déspota de la lengua de oro quedó contento y pomposamente agradecido.
Pero un día saboreó esa soledad sin sal que había en la sombra de la mesa sola.
Como un refrito crudo por dentro, la independencia le sorprendió masticando
cartílagos de oveja vieja. Oyó la conversación agradable del resto de huéspedes
de la pensión y creyó ver en su plato cómo le señalaba el dedo inquisidor de una
garra de gallina. Oyó las voces de la señora mayor que reía mientras hablaba y
que trataba a los comensales con educada familiaridad. Y unas gotas de vinagre
cayeron en su café cuando escuchó el calor de la cocina. Almendras amargas,
tubérculos podridos y leche agria asaltaron su paladar cuando se dio cuenta de
que ya no podía comprobar si su filete era el más dorado. El hombre huraño ya no
podía saber si su guarnición de verduras era la mejor, ni si su trozo de pan
era el más tierno. No podía comparar su plato con el de los demás. Entonces
entendió que el pan compartido es el mejor y que la independencia, a fin de
cuentas, le resultaba amargamente insípida.
“¡Vamos chicas, que sólo
os queda la cuesta!”. Alentador e irónico comentario en el kilómetro 1 de
algún espectador de la Carrera de la Mujer en Alcázar de San Juan. Esta carrera
se corre al mismo tiempo que la XIX Media Maratón Memorial Mariano Rivas
Rojano. Y, efectivamente, a lo lejos, en la cuesta, se podía ver a más de ochocientos
corredores de colores, con un movimiento uniforme y un pensamiento también
uniforme: la meta. La valentía del corredor consiste en enfrentarse a ese
simulacro de la vida que es una carrera. En una carrera se nace al cruzar la
línea de salida, pero antes se ha producido la gestación inherente al
entrenamiento. En atletismo no existe el parto sin dolor y por eso el sudor durante
la carrera corresponde al dolor ya sufrido durante el entrenamiento. Un largo
entrenamiento que supone la superación del dolor, del frío, del calor y, peor
aún, la superación del deseo natural de parar. Entre parar y correr hay un
segundo de decisión en que el individuo transita por la cuerda floja de su
voluntad. El corredor es un equilibrista que vence el vértigo del bienestar. El
corredor es padre y madre de sí mismo; el corredor es huérfano porque nadie
puede sustituir su voluntad de continuar adelante. Y es que el atleta entrena
kilómetros de distancia y horas de soledad. Cruzada la línea de
salida, empieza la puesta en escena de la vida. Los kilómetros no solo se
abarcan con las piernas sino también con la cabeza. El principal órgano que
trabaja el corredor es el cerebro. Se entrenan los músculos y también la
voluntad, la ambición, los sueños, la concentración, la paciencia. El corredor
es un ser pensador que se mueve. El corredor es un ser que sueña con
practicismo. En la carrera -como en la vida- el individuo gana su posición a
pulso. En la carrera no hay trampa, ni atajos, ni puertas de atrás, sino solo
la línea recta que marcan las señales de los kilómetros. “¡Vamos chicas que los chicos ya pasaron hace media hora!” y
mientras, suena la banda sonora de la película Carros de Fuego. Las bromas se asumen bien en la carrera. Solo
corriendo se conoce el mérito de alargar la zancada y cuántoesfuerzo supone conocer ese impulso del
vientre que llena los pulmones de aire y poder. Afloran las supersticiones, las
glucosas, los geles, beber o no beber….la debilidad. Cada corredor ha realizado
la carrera que sabe y puede. Y en la llegada el corredor deja ver su carácter
sin disfraces porque el esfuerzo le deja a uno desnudo de correcciones
sociales. Euforia, orgullo, sufrimiento, elegancia, alegría. Se oye por
megafonía: “!Llegan a meta muchas mujeres
y también llegan atletas!” el subconsciente del speaker también se exhibe.
Se vive como se muere y se llega a meta como se vive. Todo un espectáculo.
“En cuanto le vi, yo me dije para mí: ¡es mi
hombre! Solo tengo corazón para ¡mi hombre! Si me pega me da igual, ¡es natural
que me tenga siempre así!, porque así le quiero, ¡a mi hombre! Si me ofrece su amor,
le perdono lo peor, ¡a mi hombre!” Interpretando esta humillante muestra de
la canción española retozaba Sara Montiel por el escenario en la película La Violetera. Curiosa cinta de 1958,
dirigida por Luís César Amador, en la que se ofrece una versión servil del amor
femenino.
En aquella fecha, la violación de la mujer en el matrimonio no era
considerada delito de violación sino solamente un delito de coacciones. Por
supuesto, el maltrato no se denunciaba. Sobre todo si se presentaban al gran
público canciones como esta, que elevaban a la categoría de romántico,
atractivo y natural el maltrato por parte de un hombre. La muerte de una mujer
por violencia machista era denominada “crimen pasional” y no estaba del todo
mal calificado el crimen.
Dice José Antonio Marina en su muy recomendable libro
Pequeño Tratado de los Grandes Vicios (2011) que la ira y la soberbia son pasiones. El hombre machista no mata por amor sino por la pasión de su ira y su soberbia. ¿Cuánta ira es necesaria para rociar a la pareja con
alcohol y prenderle fuego con un encendedor?, ¿qué caminos recorre la soberbia
para estrangular, asfixiar, apuñalar o disparar a la propia pareja?, ¿bajo qué
mandamientos crecieron los niños que hoy golpean la cabeza de una mujer contra
el lavabo hasta matarla? ¿Qué obstinada soberbia lleva a un hombre a atropellar
con el coche a su mujer o a arrojarla del coche en marcha, o a perseguirla por
la calle con el coche hasta que ella se esconde en un portal para evitar el
atropello?
¿Cuánta
humillación ha sufrido una mujer hasta la primera bofetada?, ¿y después de la
bofetada?, ¿qué fuerza sustenta a esa mujer para preparar el desayuno a ese
hombre?, ¿con qué clase de amor se vuelve a coger la mano de un hombre que
abofetea?
¿Qué ira
tenaz y persistente es necesaria para apretar con un cuchillo los riñones de
una mujer durante toda una noche para que no se mueva de la cama ni pueda
dormir?, ¿cuánto odio es necesario para sostener ese cuchillo durante toda la
noche?, ¿y después de esa noche?, ¿por qué nacen niños después de esa noche? ¿Cuánta
rabia alimentada día a día es necesaria para no dejar salir a una mujer de una
habitación de la casa?, ¿y para no dejarla comer? ¿Por qué esa mujer no puede
regresar a la casa de su familia?
En 2015 ya han muerto 118 mujeres. Las conductas
de maltrato a la mujer no se han erradicado. Y, lo peor, se ha desenterrado esa
actitud humillante y servil donde la mujer vuelve presentarse como admiradora
de un hombre maltratador: ¡es su hombre!